Diario de Sevilla

El doble oficio del pintor

● La granadina Julia Santa Olalla se presenta en Sevilla con una notable exposición que aúna la competenci­a de la mano y la sensibilid­ad poética

- Juan Bosco Díaz-Urmeneta

Los antiguos tratadista­s, Leon Battista Alberti entre ellos, insistían en que lo decisivo de la pintura era la historia, esto es la fábula, el fragmento de la narración sagrada o mitológica que encerraba el cuadro. Equivalía esto a decir que el desconcier­to de la imagen, aquello que hace preguntars­e qué es lo que hay ahí, ante los ojos, pasaba a segundo plano. Es cierto que muy pronto los artistas dejan de someterse a la fábula, es decir, de atender a los pasos del relato –más o menos canónico– y comienzan a organizar la imagen según lo exigiera la lógica de la obra. Andrea Mantegna, apenas 20 años más tarde de la publicació­n del tratado de Alberti, redujo el número de los apóstoles en la Asunción que pinta en los Eremitani, Padua, porque no le encajaban todos al pie del estrecho arco que daba forma ascendente a la subida de la Madonna. Hacia 1475, Da Vinci, que apenas contaba 20 años, pinta el Retrato de Ginevra de Benci, que llena de misterio a una joven que apenas contaba 18 años.

Digo todo esto para señalar cómo poco a poco las antiguas fábulas van cediendo terreno a lo que podríamos llamar la incógnita de la imagen. La aparición de nuevos géneros, el paisaje, el bodegón, siempre cercados de críticas, es otra muestra del atractivo de la imagen en perjuicio de la historia. Así, al antiguo empeño de Filóstrato de Lemnos por explicar qué ocurría en una pintura (más de 60 de esos comentario­s han llegado hasta nosotros) le sucede el silencio de una imagen convertida en desafío a la inteligenc­ia de quien mira el cuadro, al viejo afán pedagógico y moral lo sustituye el enigma de la imagen: unas figuras, en apariencia, claras parecen cruzadas por algo que se esconde, intriga o inquieta.

Digo todo esto porque me parece que esta dimensión oculta de la figura es lo que hace vibrar los cuadros de Julia Santa Olalla (Granada, 1985). La luminosa Fachada de la casona ante el estanque o el tranquilo interior que deja ver la ventana situada sobre el sofá no cuentan nada especial pero invitan a la fantasía, a generar algún significad­o, temible o banal, que se nos escapa, o bien a trazar una narración que el cuadro guarda en germen sin llegarlo a decir. Es tentador el paralelism­o entre algunas obras de Santa Olalla y la pintura de Edward Hopper, como la escalera que parecer trepar por el lienzo definiendo el cuadro en tres diagonales, pero hay una diferencia notable y es la técnica de la autora, muy superior a mi juicio a la del célebre pintor norteameri­cano. Basta ver, en este mismo cuadro, el modelado de la madera del pasamano, la gradación de luz de las tabicas de los escalones y el brillo y los reflejos de las huellas.

Sus cuadros invitan a la fantasía, a generar algún significad­o, temible o banal, que se nos escapa

No se crea por el rápido acercamien­to a este cuadro que el trabajo de la joven pintora granadina se agota en la forma. El acabado de esta escalera no obedece, a mi juicio, más que a la misma lógica del cuadro, a su silencio y a su ritmo. En otras obras el modo de trabajar la pintura es del todo diferente. Así, en el cuadro ya citado de la Fachada, el estanque se reduce a potentes y largas pinceladas donde la materia del óleo es un recordator­io de la materia del agua serena y estancada.

Este modo de trabajar la pintura presta una amplia variedad a la obra de Santa Olalla. Emplea diversas posibilida­des de pigmentos aunque la base fundamenta­l sea el óleo, deja a la vista el soporte del cuadro, el lienzo, como ocurre en Cuatro gatos o en Desenfoque,

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