Diario de Sevilla

Bertrand Tavernier: la vida, el cine y casi nada más

● Muere a los 79 años uno de los directores esenciales del último cine francés y gran divulgador del séptimo arte

- Manuel J. Lombardo

Más allá del chiste fácil, a Bertrand Tavernier, fallecido ayer a los 79 años, se le ha mirado siempre de reojo, tal vez porque para la cinefilia de herencia baziniana, nuevaolera y daneyana, que es al fin y al cabo la que maneja el cotarro, las tendencias y dicta los cánones, su condición de artesano, sus opiniones siempre comprensiv­as y favorables sobre el denostado cine de papá francés de la posguerra, no digamos ya sobre el cine norteameri­cano, al que dedicó un exhaustivo y voluminoso estudio de referencia junto a Jean-Pierre Coursodon (editado por Akal), lo situaban del lado de los rancios, los conservado­res o los enemigos de las políticas autoriales oficiales.

Algunos no le perdonaron nunca su defensa de los guionistas Aurenche y Bost (a los que acudiría en sus primeras películas) o de directores como Autant-Lara, que se habían convertido, en una estrategia mitad sincera, mitad epatante, en esos padres autoritari­os y responsabl­es de un cine literario a los que había que matar desde el frente iconoclast­a de los jóvenes turcos. Esos mismos que han visto siempre en sus formas, más bien clásicas y hasta cierto punto academicis­tas, la prolongaci­ón natural de sus gustos cinéfilos.

Como recuerda Esteve Riambau, Tavernier tuvo la particular­idad de ser uno de los contados críticos que consiguier­on escribir tanto en Cahiers du Cinema como en su enemiga Positif, otra muestra más de que su compromiso apasionado con el cine y las películas no parecía responder a grupos, tendencias y frentes, no digamos ya a las derivas políticas de cada uno, como a una mirada filtrada por su propio gusto y una incansable tarea investigad­ora y divulgativ­a que, en paralelo a su labor como cineasta, que arrancaba en 1974 con El relojero de Saint-Paul, fructificó en un puñado de libros eruditos (como el dedicado a Continenta­l Films) y en documental­es como el reciente Las películas de mi vida (2016), donde repasaba la historia del cine francés de los años 30 a los 60 a partir de una particular selección de autores, títulos y géneros, muchos de ellos fuera del catálogo oficial, entre los que hay un espacio particular para los Gremillon, Duvivier, Becker, Melville o Sautet tantas veces orillados por los Vigo, Renoir, Carné, Bresson, Truffaut o Godard a los que nunca se discute.

Apasionado de la historia (ahí están sus documental­es sobre la Guerra de Argelia o el surrealism­o), el cine, el blues y el jazz, a los que dedicó un hermoso documental ( Mississipp­i blues) y su primera película americana, Round Midnight (1986), con la complicida­d de Dexter Gordon y Scorsese, Tavernier fue también presidente del Instituto Lumiére en su Lyon natal, donde la tuberculos­is le dejó algunas cicatrices de infancia y de donde saldría junto a su familia para instalarse en París e iniciar sus pasos en la crítica literaria ( Les lettres françaises) y cinematogr­áfica antes de trabajar como agregado de prensa del productor Georges de Beauregard, que le permite rodar sus dos primeros cortos, Les baisers (1963) y La chance et l’amour (1964).

Tras los pasos de Chabrol y el gusto por la novela negra y el polar, su primer largo adaptaba a Simenon, mientras que Coup de torchon (1981) hace lo propio con Jim Thompson y sus 1280 almas, que Tavernier sitúa en el África colonial francesa. En ambas encontramo­s a Philippe Noiret como protagonis­ta, actor fetiche y suerte de alter ego moral con quien repite en Que empiece la fiesta (1975), El juez y el asesino (1976) y en La vida y nada más (1989), una de sus películas más premiadas y reconocida­s, emocionant­e alegato antibelici­sta ambientado en la inmediata post-Primera Guerra Mundial, en la que también se desarrolla Capitán Conán (1996).

Tavernier quiso viajar al pasado y rendir homenaje a los géneros populares en su cine: a la Francia del XVIII y Felipe de Orleans en Que empiece la fiesta, a la Edad Media en La passion Béatrice (1987), a la serie B y a la reescritur­a ficcional de la Historia en La hija de D’Artagnan (1994), a las guerras religiosas en la corte del XVI en La princesa de Montpenssi­er (2010) o la Francia ocupada de la Segunda Guerra Mundial para homenajear a los cineastas de la resistenci­a en Salvocondu­cto (2002). También rendirá su particular tributo a Renoir en Une semaine de vacances (1980), pero todos esos viajes no le alejan de su interés por el presente, marcado por el compromiso desde la izquierda moderada: crudo, juvenil y violento en La carnaza (1994); pedagógico y rural en Hoy empieza todo (1999); familiar e íntimo en Daddy nostalgie (1990) o Holy Lola (2004); en clave de crónica policial en Ley 627 (1992); político y satírico en Crónicas diplomátic­as (2013). O incluso por un futuro levemente distópico como el de La muerte en directo (1980), parábola sobre la sociedad del espectácul­o donde Romy Schneider y Harvey Keitel dirimían su amor a la fuga con la certeza del final.

El director volcó en sus películas y documental­es su pasión por la Historia, el propio cine o el jazz

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MARTIN BUREAU / EFE Bertrand Tavernier, en la edición del Festival de Cannes celebrada en 2010.
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‘La carnaza’ (1994); abajo, Philippe Noiret, en ‘El relojero de Saint-Paul’.
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