Memoria de la alegría
con nuestras mejores esencias, con nuestras experiencias vitales a través de aquello que ha sido el eje central de este día desde que nuestro corazón y nuestra alma se encontraron y se dejaron atravesar por la gozosa realidad de nuestras hermandades y cofradías.
Hoy, cuando salgamos desorientados a la calle en busca de no sabemos muy bien qué, podemos envolvernos en un halo de tristeza, de amargura, de hiel amasada en nuestros recuerdos que, por el mero hecho de serlos, nunca volverán a formar parte de una realidad machaconamente cambiante, insultantemente ingobernable, anualmente transformada por otras luces, otras gentes, otro modo de ver y entender aquello que, para cada uno de nosotros, nos parece inmutable. O podemos abordar el presente desde la memoria, que no es rebuscar en la propia herida de la pérdida sino revivir, reencontrarnos con la alegría, hacer actual cuanto nos ha sido permitido disfrutar a lo largo de tantos años y tener la certeza de que, a pesar de todo, cuando el calendario haya dejado caer las últimas hojas del invierno, volveremos a abrazarnos con Dios en la ciudad.
Las murallas no contendrán al mediodía la nueva riada de azules y blancos que, como aquel Tamarguillo, dejan líneas permanentes de cariño en los muros de las antiguas, sencillas y humildes casa de san Julián; ni el Guadalquivir abrirá sus aguas para dejar transitar el renovado éxodo que peregrina al encuentro de la ciudad prometida a los antiguos capitanes de barcos. No cobrará vida el antiguo límite del compás de Molviedro, ni las nuevas avenidas se llenarán de la esperanza dichosa. Ni el blanco refulgente de las capas hará estallar nuestros ojos por el bosque romántico trenzado de paz, ni la inmaculada presencia del pan partido y bendecido en los Terceros nos adelantará el Misterio del Jueves Santo. Hoy no podremos intentar averiguar de nuevo qué palabras de consuelo salen de la boca de san Juan para aliviar la Amargura de la Madre entre las filas sonoras de una candelería que en su chisporroteo proclama los versos del salmo ¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? ¿Hasta cuándo he de estar preocupado, con el corazón apenado todo el día? Hoy, al fin, es cierto, Tú, mi
Dios dormido, acurrucado en la Cruz, no abrazarás la ciudad de punta a punta; ni derramarás tu bondad a todos, sin mirar ni raza, ni pasado, sexo ni banderas; a todos, sin exclusión, sin prejuicio, sin condicionante alguno, solo por Amor.
Hoy nos faltará el rito y la palabra, la luz y la belleza, pero nada ni nadie podrá arrebatarnos la alegría, nada ni nadie podrá impedirnos revivir el olor del primer antifaz que cubrió nuestro rostro, el tacto del primer esparto que ciñó nuestra cintura, la primera mano que se unió a la nuestra furtivamente en una tarde parecida a ésta, la primera sensación del primer ruán, de la primera gota de cera que hirió nuestra piel desprevenida.
Como nadie podrá evitar que, al hacer presente cuanto vivimos, tengamos no la esperanza, sino la certeza de que, antes o después, el gran milagro de la transformación de la ciudad seguirá sucediendo gracias a la existencia de la hermandad, gracias a la entrega generosa de cientos de cofrades, gracias al poso de una historia que, un año más, permitirá erigir el monumento de una nueva Semana Santa.
Nos falta el rito y la palabra, la luz y la belleza, pero nadie nos quitará la alegría