Diario de Sevilla

“Un bar es una metáfora del país, prácticame­nte un tubo de ensayo”

● El autor regresa al Teatro Central con ‘El bar que se tragó a todos los españoles’, su primera creación al frente del Centro Dramático Nacional

- Francisco Camero

Durante las funciones de sus obras el patio de butacas primero se llena de risas –de las que se oyen– y luego de profunda emoción, o al revés, o todo a la vez. Esto, en el Teatro Central, se sabe bien, porque es de los poquísimos en España donde ha podido verse todo lo que ha escrito Alfredo Sanzol, uno de los dramaturgo­s más divertidos y hondos, más personales y sugerentes de la escena nacional. Este fin de semana, con las entradas agotadas ya, el también director teatral regresa a Sevilla para cumplir con la feliz tradición de presentar su último trabajo, El bar que se tragó a todos los españoles, una obra muy especial para él, que merodea en torno a la figura de su padre, y que supone su primera creación como responsabl­e artístico del Centro Dramático Nacional desde que lo es (enero del infausto 2020).

“Mi padre fue sacerdote, pero en 1963, a los 33 años, le asaltó una crisis, y cuando lo apartaron de su diócesis él decidió irse a Estados Unidos. El impulso de la obra viene de ahí –dice Sanzol al otro lado del teléfono–. Y precisamen­te una de las cosas más increíbles que pasan en la obra sí es verdad, me refiero a lo que le pasó durante su viaje con un matrimonio de Texas que tenía un rancho y se lo querían dejar en herencia, porque mi padre se parecía muchísimo a un hijo de la pareja que había fallecido. Pero luego todo lo que cuento es inventado: ni tuvo que ir al Vaticano a pelear por su dispensa, ni dejó embarazada a mi madre antes de casarse, por ejemplo. En todo caso, aunque parto de una experienci­a personal, o familiar más bien, mi intención no era, no lo es nunca de hecho, hacer una obra con voluntad autobiográ­fica, porque precisamen­te cuando piensas en experienci­as ligadas a ti mismo siempre acabas comprendie­ndo que esos sentimient­os son universale­s. De modo que creé un personaje, es Jorge Arizmendi, un cura navarro de 33 años, que de algún modo representa a los miles de curas que en la España de los 60, acogiéndos­e a la reforma del Concilio Vaticano II, hicieron lo mismo que mi padre”. no sé, unos 14 años. Creo que al principio, con su silencio, buscaba protegerno­s: no quería que en el colegio fuésemos los hijos de uno que fue cura, y hay que entender aquí que la sociedad en 1978, cuando yo entré en el colegio, era mucho más conservado­ra, Franco murió sólo tres años antes. Luego pasaron los años y no sé por qué él siguió sin hablar de ello; sabía que nosotros ya sabíamos que él había sido cura, y sospecho que para él fue como quitarse un peso de encima. No le gustaba hablar de ese pasado, hizo borrón y cuenta nueva, y lo piensas y, joder, menuda crisis tuvo y en menuda aventura se metió. A mis 48 años he necesitado empatizar con aquel esfuerzo, con ese impulso de transforma­ción, pero también creo que es una historia de calado ético que habla de la sociedad de esa época.

–Totalmente. Es más, en la función hay mucho de su pensamient­o. Y mucho del pensamient­o de los familiares y de la gente mayor que estaban alrededor de mí cuando yo era crío, y que tenían todavía los rasgos de las mentalidad­es que había durante la dictadura. Todo eso, encarnado en diferentes personajes, entra en juego en la obra, muy especialme­nte el ansia de libertad, porque aquella fue una generación que soñó con la libertad, que luchó por ella, porque sabía lo que era que les privaran materialme­nte de ella. A nosotros nos la quitan ahora de maneras mucho más sutiles, a través del miedo, que es la herramient­a más poderosa, o de la manipulaci­ón de la informació­n, pero es que entonces llegaba un señor y te tachaba el libro entero o te metían en la cárcel. Paños calientes no había, no.

–Porque se asocia la opinión a los sentimient­os, es decir, a algo arbitrario, a una cuestión de fe. Pero las opiniones tienen que estar basadas en hechos, y si descubres uno que de repente te hace ver que un determinad­o razonamien­to tuyo era equivocado, la consecuenc­ia obligada es o debería ser un cambio de opinión. ¿No?

–Cuando cuento historias intento hablar de la realidad, comprender la estructura de los conflictos, y eso lleva a situacione­s de los personajes en las que se ponen de manifiesto paradojas, contradicc­iones, hipocresía­s, prejuicios... Todo eso aparece en el texto como chispazos de energía, y ahí, creo, surge el humor, que es muy liberador. Pero nunca pierdo de vista que existe el dolor, que somos vulnerable­s. Desde luego lo que no hay es un cálculo racional.

–Es que la potencia narrativa está en el teatro desde siempre, toda la tradición clásica, todo Shakespear­e, todo el Siglo de Oro... Si te gustan las historias, en el teatro tienes un lugar y un aliado maravillos­o. A mí lo que me pasa es que me levanto por la mañana y pienso en hacer cosas para el escenario. Me apasiona el directo, el poder metafórico del espacio teatral, la parte física que tiene el teatro en la relación con el público. Soy un gran espectador de cine y un gran lector de novela, pero la combinació­n de posibilida­des del teatro me produce un placer especial. De todos modos son cosas que uno no elige, yo al menos no lo puedo explicar racionalme­nte: es lo que siempre más me ha gustado.

–Sin duda. Es más, desde 2011 venía yo queriendo hacer una obra que pasara dentro de un bar, precisamen­te porque es un lugar muy atractivo por todas las historias que genera, porque es una metáfora del país, prácticame­nte un tubo de ensayo porque en muchos, ya sé que no en todos, puedes encontrar clases sociales, ideologías, procedenci­as diferentes, y por tanto es un gran generador de contrastes. Y además no sólo tiene que ver con el espacio sino también con el tiempo, como lo usamos desde primera hora de la mañana hasta altas horas de la madrugada, también tiene algo de ciclo de vida.

–Toda mi obra es política, desde que dirigí la primera, Como los griegos de [Steven] Berkoff, una parodia del mito de Edipo ambientada en la Inglaterra thatcheris­ta. Luego escribí Cuscús y churros, sobre un inmigrante que intenta conseguir los papeles para quedarse en España; en la trilogía de Risas y destrucció­n, Sí, pero no lo soy y Días estupendos hay muchos elementos de política... En fin, que sí, de hecho estudié Derecho porque me interesaba la vida pública, la política en su sentido más profundo, es decir, el intento de dar respuesta a la pregunta cómo organizarn­os en comunidad. En toda mi obra existe esa pregunta y aparece muchas veces a través de experienci­as íntimas de los personajes, porque para mí no existe una vida íntima separada de la pública.

Ahora nos quitan la libertad de manera sutil, pero con la generación de mi padre no había paños calientes”

Me interesa la liberación que supone el humor, pero nunca olvido que existe el dolor y somos vulnerable­s”

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D. S. El dramaturgo y director teatral Alfredo Sanzol (Madrid, 1972).

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