BICENTENARIO
No diremos que Baudelaire es el inventor de una belleza nueva, de una belleza romántica, como él mismo la llama; pero sí que es quien la formula en su totalidad, insistiendo en su carácter demoníaco, vale decir, sagrado. Tampoco es Baudelaire quien introduce en la literatura el poema en prosa, puesto que ha seguido el rastro de Aloysius Bertrand y su hipnótico Gaspard de la Nuit, como forma más flexible de un nuevo interés, de una nueva estética. También en lo que atañe a su dandismo habríamos de remitir a su valedor, el grande y altivo dandy Jules Amédée Barbey d’Aurevilly, como temprano prospector de la imparidad de Brummell. Y en cuanto a su oficio crítico, en cuanto a su categoría de esteta, Champf leury, estricto coetáneo suyo, no es menos perspicaz en su requisitoria del arte nuevo. No obstante, es en la figura de Baudelaire donde los diversos ramales de la modernidad conf luyen y se ordenan poderosamente, hasta acuñar esa imagen del artista, entre marginal y exultante, “sublime sin interrupción”, que tendría una larga y fructífera progenie.
Esta marginalidad deliberada es la que Baudelaire obtiene, como timbre de gloria, como primogenitura diabólica, tras l a prohibición de Las f lores del mal en 1857 (Nórdica acaba de reeditarlas, con inquietantes ilustraciones de Louis Joos). Sin embargo, más que un conato de obscenidad provocativa, lo que Baudelaire formula en tales poemas es una nueva posibilidad en el siglo del positivismo: la posibilidad, vértebra central del simbolismo que llega a Huysmanns, de que lo sagrado, de que lo ultraterreno se haya refugiado en lo demoníaco. “¿Has bajado del cielo o eres hija de abismos,/ oh, Belleza?”. Cuestión ésta que implica, necesariamente, una vocación de infinitud contraria al naturalismo y su hijo espurio, la fotografía. Pero implicaba, con mayor evidencia, la necesidad del artista como transmisor, como intérprete, como traductor de una realidad escondida. Una realidad y un arte que incluyen lo monstruoso, como una ínsula extraña y fascinante. Sin embargo, dicha monstruosidad no será sino caso particular del cuadro general de las pasiones. Cuando Baudelaire escriba El vino y el hachís y Los paraísos artif iciales, lo hará en cuanto que vías de acceso a lo inefable. Tampoco en esto ofrece una novedad absoluta (varias décadas antes, De Quincey había escrito ya sus Confesiones de un inglés comedor de opio). Lo cual no obsta para que Baudelaire, prescindiendo del carácter confesional del británico, presente