Diario de Sevilla

El dandy, el crítico, el maldito

● Se cumplen hoy 200 años del nacimiento del poeta “maldito” por excelencia y formulador del carácter sagrado de la belleza, el francés Charles Baudelaire

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tales asuntos como una comparativ­a entre distintas formas de “multiplica­r la individual­idad”.

Señalemos, por otra parte, que este acceso a lo invisible y trascenden­te es el que propiciará el interés mayúsculo de Baudelaire por Hoffmann y Poe. No en vano, Baudelaire es el introducto­r de Poe en Europa. Un Poe baudeleair­iano, reconverti­do en genio doliente e incomprend­ido, émulo y precedente del poeta francés, pero sobre todo, un Poe cantor de la modernidad, siendo la modernidad lo infrecuent­e, lo extraordin­ario, l a vertiginos­a mutación de la urbe, que Poe resumirá en su relato El hombre de la multitud y que Baudelaire postula en l a figura estética del f lanêur, cuyo bagabundaj­e el es bagabundaj­e del curioso, del crítico, del andarín insomne, ávido de novedades. La obra de Benjamin y Hessell no podría someterse a un correcto escrutinio sin esta irrupción de la ciudad y el f lanêur como frutos de la sociedad industrial, capaz de repetir hasta el infinito, un infinito pueril y crematísti­co, las nuevas posibilida­des del arte.

Cuando Baudelaire critique la fotografía (él, que ha sido retratado por su amigo Nadar), lo hará en tanto que excrecenci­a de un arte meramente reproducti­vo. Cuando elogie al “hombre de la multitud”, lo hará en cuanto que imparidad oculta, en cuanto que individual­idad favorecida por la masa. Sin este carácter urbano, ahormado por la reproducci­ón industrial, no podemos completar la ambiciosa requisitor­ia estética de Baudelaire, en su triple condición de dandy, de crítico y de maldito. Baudelaire es dandy porque la masa obliga, en cierto modo, a la distinción. Una distinción que es también la distinción del crítico, del médium, del esteta, quienes revelarán al mundo una verdad y una belleza trascenden­tes. Por otro lado, dicha belleza no es ya la belleza ordenancis­ta y pálida del ideal neoclásico, sino que, como el dandy, como el artista, execra de la homogeneid­ad y buscará la belleza en lo inesperado, en lo monstruoso, en lo inefable. Es decir, será una belleza que no excluye lo demoníaco. Será la belleza del maldito. En suma, para Baudelaire la literatura debe ser hija de Shakespear­e y la pintura émula de Rembrandt. Es el añadido del Mal, de lo grotesco, de lo feo catalogado en Rosenkranz, lo que basculará el interés de Baudelaire hacia lo fantástico (Hoffmann, Bertrand, Goya, Fusseli) y la caricatura (Daumier). Pero es el arte como expresión del carácter, el que lo dirigirá hacia los grandes coloristas. Y en primer término hacia Delacroix y su pintura celérica, viva, cruenta, misteriosa.

Señalemos, por último, algo que ya había dicho Sartre en su ensayo sobre Baudelaire. Por supuesto, en Baudelaire hay un deseo de trascenden­cia asociado a lo demoníaco. Pero hay, en igual modo, un elogio del artificio, de lo artificial, de los frutos corruptos de la urbe, que explican y acaso instigan aquella necesidad del ultramundo. No hay nada tan artificios­o como el dandy; y el esteta es resultado de una precisión y de una técnica. En cuanto al poeta, al poeta maldito, lo será en virtud de una deliberada hechicería donde se convocan fuerzas en extinción y sombras en peligro, cuyo holocausto se oficiará en la gran industria reproducti­va. Se da así la circunstan­cia de que Baudelaire, como poeta del Mal, como cantor de la metrópoli, fue a un tiempo el sacerdote y la víctima de un sacrificio: el sacrificio de lo sagrado, el vaciado –en serie– de lo trascenden­te.

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