Diario de Sevilla

PELEA DE GALLOS

- BRAULIO ORTIZ

DE la lectura de Dos damas muy serias, la deliciosa novela de Jane Bowles, recuerdo haber subrayado el diálogo de uno de los personajes, creo recordar que una de las protagonis­tas, que aseguraba que la vida no era una carrera de caballos, una afirmación que le corregían de inmediato para decirle que se equivocaba, que la vida era precisamen­te eso. Cito de memoria, porque hoy he vuelto a aquellas páginas en busca de ese pasaje y no he dado con él, pero les juraría que no es una invención de mi ya desordenad­a cabeza: por alguna razón, porque el saber y el recuerdo no atienden a la lógica, aquella frase se me quedó grabada. Reviví esa conversaci­ón esta semana mientras veía MasterChef. Arrancaba una nueva convocator­ia del talent show –perdónenme la expresión tan terrible– y en las primeras pruebas a las que se enfrentaba­n los aspirantes ya asomaba ese espíritu codicioso y turbio de la rivalidad. Yo he venido aquí a competir, no a hacer amigos, proclamaba uno. Quiero ganar, admitía otro. Y yo, que sospecho que Pepito Grillo me es familia cercana, me incomodo cuando alguien confunde el mundo con una pelea de gallos y se mueve por la competitiv­idad o la envidia. Vamos a ver, le respondí a uno de aquellos concursant­es, porque mi voz de la conciencia es como una señora ma

yor que se pone parlanchin­a con la tele, lucha con tus fantasmas, con tus miedos. Deja a los demás en paz, o, si acaso, apóyate en ellos.

También me sublevé ante la pequeña pantalla hace unas semanas, cuando un programa de máxima audiencia entrevistó a Miriam Díaz-Aroca. La actriz y presentado­ra, que ha trabajado con Chico Ibáñez Serrador, con Almodóvar y con Fernando Trueba –vivió el feliz rodaje y toda la parafernal­ia del Oscar con Belle Époque–, creía haber conquistad­o con la edad una cierta serenidad de ánimo. Había dejado de culparse y

de preguntars­e qué había hecho mal para que los papeles ya no le llegaran con la misma frecuencia, sentía que se había encontrado a sí misma y que había acallado sus demonios. A mí esa mujer madura que se entendía y se reconocía en el espejo, que ya no dependía de la aprobación externa para quererse, me pareció la imagen del éxito, de una victoria lograda en la intimidad, que es donde se libran las batallas importante­s. Pero los tertuliano­s que la entrevista­ban no parecían percibir lo mismo y le preguntaba­n una y otra vez cómo vivió ese momento en que dejó de sonar el teléfono, cómo encajó –no sé si llegaron a decir esa palabra– el declive. Y ahí mi Pepito Grillo particular volvió a hablarle a la tele: ¿Es que no lo veis?, dijo, puede que el mayor triunfo consista en saber quién eres, en aceptarte. Seguimos empeñados en ver la vida como una carrera de caballos, una competició­n, pero eso, como sociedad, sólo puede llevarnos a la derrota.

Seguimos empeñados en que la vida es una competició­n, pero eso, como sociedad, sólo puede llevarnos a la derrota

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