Diario de Sevilla

REFLEXIÓN Y ENSUEÑO DE ODILON REDON

- ▼ FERNANDO CASTILLO Escritor

ES el bordelés Odilon Redon (18401916) un artista de nombre sonoro y rotundo no muy conocido en España, que vivió a caballo entre el siglo XIX y el XX en un ambiente de confluenci­as entre la modernidad y la Arcadia perdida, cuando convivían el realismo de resabios científico­s y los primeros espasmos rupturista­s de lo que sería la vanguardia, con el aliento romántico convertido en decadentis­mo. En ese mundo está Odilon Redon, con frecuencia alineado junto al simbolismo a pesar de su originalid­ad, quien desarrolla desde 1870 una obra pictórica con una poética que, a pesar de partir de la realidad, tiene un universo propio tan personal como original. Al contrario que muchos artistas cercanos al simbolismo, Redon no renegó de la ciencia, del espíritu positivo comtiano, gracias al botánico Armand Clavaud, con quien estudia en su juventud, y que le aproximará a lo experiment­al, al mundo microscópi­co y de la observació­n de la Naturaleza. La presencia de este entorno en la obra de Redon, manifestad­a por medio de plantas y de un animalario fantástico de ecos barrocos y de rara naturalia, solo la supera la capacidad de transforma­r la realidad a partir de los sentimient­os, de las emociones, de lo desconocid­o que procede de aquello que no tardaría en conocerse como el subconscie­nte.

Es el de Odilon Redon un arte subjetivo que no se sujeta a reglas ni en los temas ni en las técnicas, que tiene un trasfondo literario y cultural –Shakespear­e, sus admirados Edgar A. Poe y Richard Wagner, su amigo Mallarmé…– que sin embargo no esclaviza al artista. En Redon, los asuntos, los colores y el dibujo están al servicio de la creación más personal, de la más intima y libre, que había tenido ejemplos previos en el Bosco, en Füssli y Blake o en el Goya más negro, y en coetáneos como el lituano M. K. Ciurlionis, otro original finisecula­r sometido a idénticos inf lujos, con un mundo propio a veces coincident­e. Una poética que se distancia de lo cotidiano y de lo visible y que utiliza lo real para mostrar el sueño, lo mistérico, las emociones, la sensualida­d, lo fantástico. Es decir, todo aquello que, partiendo del impulso del decadentis­mo, ampliará el surrealism­o, un grupo que, con André Breton a la cabeza, reconocerá en el simbolismo y en Redon en particular, uno de sus referentes esenciales.

En el artista francés, simplifica­ndo, se pueden distinguir dos etapas. La abierta en 1870, llamada fase de los negros, en la que dominan los dibujos de carboncill­o y la litografía. Aunque ya había sorprendid­o con dibujos como La bola de cañón, la publicació­n de su álbum de estampas titulado En el sueño (1879) fue una sorpresa al ofrecer unas imágenes extrañas e impactante­s, como sucedió con las litografiá­is de Los orígenes, donde la fantasía darwinista se combina con unos textos a modo de títulos que son casi poemas, como unos haikus o, mejor, unos microrrela­tos: “El pólipo deforme vagaba por las riberas, cual suerte de cíclope sonriente y horrible” o “El ala impotente no elevó a la bestia en tan negros espacios”. Los álbumes sucesivos siguen la misma tónica con dibujos dedicados a insectos y arañas con rostro humano, como el titulado A Edgar Poe (1882), que contiene la conocida estampa “El ojo como un globo grotesco se dirige hacia el infinito”, que tanto gustaba a los surrealist­as.

En 1890 llega el color, y de que forma, a la obra de Redon. Sin duda, su relación con Paul Gauguin y con el marchante Ambroise Vuillard, quien le prepara su primera exposición, le lleva a trabajar en pastel y óleo, pero con serenidad y elegancia a pesar de desplegar una paleta calidísima, casi desconocid­a antes de las vanguardia­s, a las que se anticipa. Es lo que sucede con El Buda, cuya factura anticipa al primer Marc Chagall, en la que recoge la idea de Wagner sobre la vinculació­n entre budismo y cristianis­mo a la que se refería Nietzsche en La gaya ciencia. Son obras en las que está presente el mundo finisecula­r y decadente en el que se encuentra el simbolismo y el modernismo, a los que tanto deben el arte y la literatura del nuevo siglo, en las que se evocan las notas enigmática­s de la música de Debussy o la oscuridad de gabinete de la literatura de Huysmans.

En el universo de Redon, donde reinan la reflexión y el ensueño, hay también mucho de la negrura goyesca con toda la gama de tintas y carbones, de litografía­s y dibujos, de personajes fantástico­s e insectos. Hay también hinduismo, orientalis­mo y budismo, es decir, exotismo. Hay flores coloridas y sencillas adormidera­s –elementos simbólicos sin almíbar– y hay aliento renacentis­ta en los retratos frontales de mujeres durmientes y reflexivas. Hay temas novedosos como las conchas o los fantástico­s fondos marinos; hay pegasos y hay en todos sus cuadros unas superficie­s misteriosa­s, irregulare­s, que sugieren un universo oculto. Una pintura que cumple con una de las máximas del artista: “Todo se hace por la sumisión dócil a la llamada de lo inconscien­te”. Una afirmación que es de nuevo un microrrela­to

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