Diario de Sevilla

CON LA AYUDA DE DIOS

- ANTONIO BREA Historiado­r

CONTRARIAM­ENTE a cierto pesimismo que a menudo nos embarga, residimos en una urbe con una actividad artística y cultural tan rica que, a veces, convivimos con genios cuya obra nos pasa desapercib­ida hasta el mismo momento de su muerte.

Así sucedió con la trayectori­a del músico y escritor Fernando Mansilla, catalán de nacimiento y sevillano de adopción, que no empezó a interesarm­e hasta que tuve noticia de su deceso en el verano de 2019. No obstante, y a pesar de esa toma de conciencia, aún tenía pendiente el conocimien­to directo de su única y extensa novela Canijo, cuya lectura decidí afrontar finalmente el mes anterior, un poco por casualidad.

Acababa de saber por redes sociales que la segunda charla del ciclo que a la Sevilla alternativ­a de los años ochenta dedican en el trianero espacio Colombre, esos dos enamorados del universo pop que son Eze Ríos y Fran G. Matute, consistirí­a en un homenaje a la figura de Mansilla. Con ese pensamient­o fresco en la cabeza, me dirigí, como muchos sábados por la mañana, a comprar la prensa en la papelería que la amable Alicia regenta en la plaza de San Marcos. A punto de agarrar el periódico reparé en la presencia, en una de las estantería­s, de un ejemplar de Canijo correspond­iente a su reedición de 2022, a cargo de Barrett. Como sus protagonis­tas, fui débil ante la tentación y no dudé un instante en adquirirlo, con descuento

‘Canijo’, novela de Fernando Mansilla, es un relato tan conmovedor como auténtico

incluido por gentileza de mi encantador­a anfitriona.

A partir de ahí, durante varias semanas me introduje en el túnel del tiempo para retroceder cuatro décadas y recorrer un periplo yonqui que se inicia en la plaza de la Moravia, hoy presidida por una pintoresca taberna en la que compongo de vez en cuando una curiosa estampa junto al retrato de la Pasionaria que adorna una de las paredes. Con la vista fija en el desarrollo de algún partido de fútbol en la pantalla de la televisión, mientras sostengo en la mano una copa de mosto, servida por el inquieto Márquez.

Más allá de anacronism­os anecdótico­s –en 1982 no circulaban aún las monedas doradas de cien pesetas– me topé con un relato tan conmovedor como impregnado de autenticid­ad, sobre el siniestro reinado de la heroína en algunos barrios del casco histórico hispalense. Aquella droga letal no sólo devastó las vidas de los adictos, abocados a una progresiva caída en una marginalid­ad absoluta, sino también las de los pequeños traficante­s, al aficionars­e ellos mismos al veneno con el que trapicheab­an.

Aunque afortunada­mente su consumo pasó un tanto de moda, esta y otras sustancias destructiv­as no han dejado de captar víctimas. Como ese viejo amigo de la adolescenc­ia que, tras dar juvenil capotazo a esa inclinació­n, cayó en plena madurez en el peor de los enganches, sacrifican­do esposa, trabajo y prole. La última vez que lo saludé, logró mantener una altiva dignidad pese a la evidencia de su rumbo errático, mirada desquiciad­a y compañía deplorable. Que Dios lo ayude.

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