Diario de Sevilla

LA FIEBRE DEL AGUA

- ▼ CARMEN CAMACHO

Aquienes sentencian que el arte de los zahoríes es una pseudocien­cia les respondo que para ellos la perra gorda, pero que se vengan un diita a ver marcar un pozo con un péndulo, o la vara que toma vida en las manos del rabdomante. Nada de esto resulta exótico en las sierras calizas del olivar, ricas en aguas subálveas y rodeadas de fanegas de tierra con sed. La intuición de los versos de Miguel Hernández “unidos al agua pura/ y a los planetas unidos” representa­n una verdad telúrica innegable. Se me vienen a la frente cada vez que veo una cuba, una lagunilla, el caz, las acequias, las llaves del pozo, los trasiegos del regador.

Mas si el zahorí sabe dónde hay agua, más sabe que no puede quebrar fuentes a capricho ni usar las balsas de riego como le venga en gana: si te pillan, te crujen. Aunque solo fuera por eso –además de por entendimie­nto y conciencia, que hay quien tiene y quien no- bien se guardan los del campo, y piden permisos y esperan a que venga el operario a instalarle­s el contador que velará por cada litro. Pues

Donde la ‘tierra’ y la ‘Tierra’ no son hermanas, se secan los pozos, crece la cizaña

se ve que este rigor es para recursos hídricos cualquiera, salvo para los que debieran estar más protegidos porque conforman el mayor humedal de Europa, los de Doñana. La cosa viene de largo y de harto, desde los distintos gobiernos que han tolerado el desgobiern­o que ahora se pretende ampliar y regulariza­r, desoyendo todo informe científico. En estos casos, emerge la diatriba –falsa– entre quienes velan por la tierra, en minúsculas, y quienes lo hacen por la Tierra: sucede que sin ésta no hay aquélla. Y ambas necesitan del agua. ¿Cómo administra­rla? Hay quien ya ha elegido: la ley de PP y Vox permitirá ampliar la superficie regable en la Corona Norte de Doñana. Si antaño la fiebre del oro empujaba los carros al Oeste, aquí y ahora los empuja Proteo, dios capaz de convertirs­e en ave o en euros.

Que esto se ha hecho fatal desde hace mucho y desde muchos lados –no hay una única causa ni un único culpable del desastre- no debe ser la justificac­ión para que se regularice lo que estuvo y sigue mal enligado. Todo lo contrario: es la hora, y van demasiado tarde, para salvar Doñana en vez de acabar definitiva­mente con él, además de buscar soluciones decentes para el campo. Los hay capaces de exclamar “¡Amo mi tierra!” mientras contemplan la puesta de sol en la marisma, y a la par hincarle la puya, contra toda alerta de la comunidad científica, a Doñana. Donde la tierra y la Tierra no son hermanas, se secan los pozos, crece la cizaña.

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