ENANOS Y TOREROS
NUNCA asistí a un espectáculo de enanos toreros, pero sí recuerdo escuchar con envidia y fascinación los relatos que algún compañero de colegio, cuyo rostro definitivamente se ha difuminado, me hacía de este show cómicotaurino. Es curioso como, a veces, persisten las voces pero desaparecen las imágenes. Los relatos de mi fantasmagórico camarada de aula nunca eran denigratorios hacia esos saltimbanquis que parecían sacados de una estampa entre solanesca y velazqueña. Más bien tenían una naturaleza épica, con una indisimulada admiración por cómo seres tan menudos se atrevían a enfrentarse a fieras tan bravas. Mucho tiempo después, en Itálica, pude ver ese mosaico en el que los pigmeos luchan contra garzas y cocodrilos, generando una de esas continuidades que hacen fascinantes tanto la historia universal como la personal.
El Senado votó ayer la prohibición de los enanos toreros. Mi sorpresa fue saber que aún existían, pues a nadie se le escapa que es un espectáculo que no conecta especialmente con el espíritu de los tiempos. Otra cosa es la repugnancia que pueda sentir ante esta ola prohibicionista que ha convertido las cámaras de nuestra democracia en consejos inquisitoriales. En este asunto, el Senado, esa mezcla de suflé y cementerio de elefantes, ha sobreactuado claramente. Estamos hablando de un problema que afecta solo a 30 personas que, además, querían continuar con su actividad. Pero ya sabemos que en España sobran los redentores, como esas antiguas beatas que querían salvar de la mala vida a las pícaras y golfas que no tenían ningún interés en abandonarla. Para darle retórica al asunto, el director general de Discapacidad del Gobierno, Jesús Martín Blanco, ha declarado solemnemente que “el enanismo no es ninguna profesión; en España no hay bufones, sino personas”. En esta nación de naciones no cabe un Castelar más. Es esa mirada la que lo ensucia todo, porque presupone que el bufón es un ser indigno al que hay que redimir y que los enanos no tienen derecho a elegir su camino, como cómicos de feria (sacando ventaja de un duro revés genético) o como notarios. Si, como es sabido, en cualquier partido de fútbol se atenta a la dignidad de las personas mil veces más que en un espectáculo de enanos toreros, ¿se atreverá nuestro digno Senado a prohibir los campeonatos de balompié? Además, estas funciones estaban ya al borde de la extinción, por lo que la medida es una evidente y ridícula lanzada a moro muerto.
Frente a a todo esto me quedo con las prudentes cartas de Felipe II a sus hijas las infantas, cuando recuerda con cariño y agradecimiento las desvergüenzas de Magdalena Ruiz, la bufona que ponía alegría en la dura vida de un Rey absoluto que, por lo visto, tenía más humanidad que los representantes de nuestra soberanía.
La prohibición del Senado de un espectáculo al borde de la extinción es una ridícula lanzada a moro muerto