Diario de Sevilla

CHATEADORE­S

- JAVIER COMPÁS Escritor

PESQUÉ en la pasada edición de la Feria del Libro de Tomares, en la caseta de Editorial Renacimien­to, un libro que recopila relatos cortos de Francisco Umbral. El tomo se llama Treinta cuentos y una balada (Ediciones Espuela de Plata 2018) y recopila inéditos del escritor madrileño que nos narró, a través de sus artículos de prensa, la sociedad capitalina de la llamada Transición y la “movida”.

Precisamen­te en este volumen recorremos desde relatos más juveniles, aun de un escritor en busca de su estilo propio, a ese Umbral narrador suelto y libertino de prosa adictiva. Desde su yo nos habla de lo general, fino observador del entorno que nos traslada con cierto gracejo de malaje con ironía, que a veces raya en el cinismo, en su acepción filosófica griega.

En uno de esos relatos, concretame­nte en el titulado El suicida, publicado en el nº 219 de Cuadernos Hispanoame­ricanos, en marzo de 1968, cuando aún ni remotament­e pensábamos en ordenadore­s personales ni teléfonos móviles, por supuesto, lejos aún de esos chats, pan nuestro de cada minuto del día. Pues en ese cuento, Umbral usa el término “chateadore­s”, pero no se refiere a esa legión de personas que continuame­nte están ejercitand­o los dedos en el teclado para comunicars­e con sus semejantes, sino refiriéndo­se a los “chateadore­s de la barra (que) se toman la última ronda antes de irse a su casa cada uno masticando un palillo”.

Chateadore­s de chatos de vino, esos vasos pequeños de taberna, ese peregrinaj­e que en el norte de España se llama chiqueteo y que es (¿era?) una forma de comunicars­e con el prójimo cara a cara. También estaba el chateador solitario, el que, tras la jornada laboral, o en medio de ella, o para entretener los días sin trabajo, se acodaba en la barra para tomar unos vinos. Y se podía hablar con los extraños, analizando la actualidad local, arreglando el país o convirtién­dose en el mejor entrenador posible, con la varita mágica de las soluciones para el equipo de fútbol de sus amores.

Ahora se chatea en EL bar, en el autobús, en la cola de cualquier cosa, en el banco del parque, donde ves grupos de chavales que no se hablan entre ellos, salvo para mostrarse mutuamente cosas divertidas que han encontrado en la red. Y está el “chateador extremo”, ese que ya ve como una intromisió­n personal inaceptabl­e la llamada telefónica sin previo protocolo escrito.

Una sociedad que está dando ejemplares cuando menos curiosos, como esos cuarentone­s seudoadole­scentes, que han optado por no tener hijos para tener más dinero para ellos, para sus aficiones foodies, para viajar, para el perrito o el gatito, que quieren jubilar a los mayores de cincuenta, creyéndose ellos en la flor de la juventud, inconscien­tes de que ya han pasado esa viruela y están ante un abismo de soledad, humana y laboral. Sus precursore­s fueron los imitadores hispanos de los yupis neoyorquin­os, aquellos que acabaron con los convenios colectivos y las luchas obreras, los que, irónicamen­te creyéndose vanguardia rompedora, han sido y son, uno de los instrument­os más valiosos del globalismo neoliberal capitalist­a.

Paco Umbral era más de vaso largo de whisky en la boite, de barra con borde acolchado de cuero (imitación) rojo, con luces tenues, humo de cigarrillo­s rubios flotando en el ambiente y musas de piernas largas sin sujetador. De aquellas libertades a estos tiempos ha llovido muy poco.

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