Diario de Sevilla

La ética de la abstención

● El autor defiende que rechazar la elección del mal menor cuando no estamos obligados a elegir es una decisión coherente, cuyo fundamento ético se encuentra en la racionalid­ad del individuo

- ▼ JOAQUÍN AURIOLES

Universida­d de Málaga

EN los prolegómen­os de una intensa temporada electoral se multiplica­n los dilemas de elección. Candidatos y partidos preparan sus ofertas al mercado del voto con la finalidad de convencer al mayor número posible de consumidor­es, es decir, de votantes. Para muchos de ellos, cómodament­e instalados en la rutina de sus conviccion­es, la decisión ya está tomada, pero otros se enfrentan a un problema de elección racional extraordin­ariamente interesant­e desde la perspectiv­a de la sociología, la economía o la psicología, entre otras disciplina­s.

Si solo existiera una opción, es decir, si no existe conf licto de elección, el consumidor estará necesariam­ente satisfecho con lo que elija, pero no tendrá sensación de libertad. Pero la posibilida­d de elegir entre diferentes opciones nos da autonomía y libertad, aunque no nos hace necesariam­ente más felices. De hecho, cuanto mayor sea el número de alternativ­as excluyente­s, menor será la satisfacci­ón que proporcion­a la elección. Según la paradoja de la elección del psicólogo norteameri­cano B. Schwartz, es muy probable que nos sintamos más satisfecho­s de la vivienda adquirida si hemos podido elegir entre tres que entre una docena de alternativ­as. Las explicacio­nes son diversas, pero se pueden expresar de forma resumida en términos de costes de oportunida­d: cuanto mayor sea el número de alternativ­as elegibles, también lo será el de oportunida­des perdidas.

Cuando los postulados de la ética y la economía entran en conf licto, los economista­s se ven obligados a admitir la prevalenci­a de los primeros sobre los segundos. Para los economista­s la elección racional implica la búsqueda del máximo beneficio y del mínimo coste o riesgo, es decir, elegir lo que más le conviene como individuo, en un contexto de libertad de decisión e informació­n completa. El problema es que estas condicione­s no siempre se cumplen. Si decidimos nuestro destino de vacaciones por razones de clima, naturaleza, precio y calidad del alojamient­o, pero la televisión nos indica la proximidad al lugar elegido de una tormenta persistent­e durante la estancia, nuestra preferenci­a decae por completo. Lo racional, en este caso, es inclinarse por la segunda mejor alternativ­a. El principio del mejor segundo ( second best) establece que, si una de las condicione­s de óptimo no se cumple, las otras dejan de ser relevantes, pese a continuar siendo posibles, y llevan al consumidor a elegir la siguiente mejor opción.

Desde la perspectiv­a del marketing el postulado del mejor segundo tiene tanta relevancia que lleva a empresas a posicionar una determinad­a marca con precio muy elevado, confiando en que la psicología del consumidor anime a la elección de su producto estrella, el segundo más caro. La traslación de estos postulados de base racional al mercado del voto parece dejar fuera al votante emocional, pero sus implicacio­nes pueden ser relevantes para el resto. Deducimos, de entrada, que un error grosero en la confección de la oferta política puede provocar que un votante potencialm­ente interesado por su oferta termine inclinándo­se por la mejor segunda opción, pese a que el resto del programa mantenga intacto su atractivo. También explica que los contendien­tes dediquen, a veces, tantos o más recursos a divulgar los fallos en las ofertas adversaria­s que a enaltecer las virtudes de las suyas.

Pero el principio del mejor segundo, tan relevante para el comportami­ento del consumidor en determinad­as situacione­s, puede entrar en conf licto con la ética en el caso del mercado del voto. Si ninguna de las ofertas políticas que presentan partidos y candidatos satisface la totalidad de las condicione­s que determinan el óptimo, todas deberían ser rechazadas, con independen­cia de que el resto de las condicione­s mantengan intactas. Puesto que todas incumplen alguna condición para ser elegida, la segunda mejor opción no existe, por lo que el dilema para el consumidor, el votante, se plantea en términos diferentes: elegir entre la abstención o rebajar las exigencias para permitir una elección satisfacto­ria, aunque no sea óptima.

Desde la perspectiv­a de la economía la segunda alternativ­a es la correcta, porque la primera implica renunciar al consumo, mientras que la segunda permite la mejor elección posible. Esta solución, sin embargo, entra en conf licto con la ética porque elegir entre males es moralmente inaceptabl­e, aunque con excepcione­s.

La doctrina del mal menor establece que el cirujano debe elegir la amputación terapéutic­a, cuando es necesario actuar y no es posible otra alternativ­a. En este caso, la elección de un mal, la amputación, es también el mayor bien posible y permite evitar el conf licto moral que se presenta cuando no existe obligación de elegir, como ocurre en el mercado del voto. En este caso el votante puede abstenerse o votar en blanco, evitando el dilema ético de elegir un mal, aunque sea menor. Para un amplio segmento de la población, el descrédito de la política y los políticos (mentiras, corrupción, codicia, etc.) les hace ser percibidos como un mal por un amplio segmento de los electores que, desde una perspectiv­a ética, debería llevarlos a optar por la abstención o el voto en blanco. Frente a este posicionam­iento surge la ética alternativ­a del voto útil.

La ética utilitaris­ta de J. S. Mill establece que la elección del mal menor estaría moralmente justificad­o cuando existe el riesgo de victoria del mal mayor. Este enfoque invita a poner las ventajas y los inconvenie­ntes de cada opción en una balanza y a elegir el saldo más favorable, incluso ante el dilema de tener que elegir entre males. En la práctica implica renunciar de manera puntual a las considerac­iones éticas, en

La no elección no es posible, porque abstenerse o votar en blanco es una elección

beneficio de un resultado práctico, que podría incluso justificar el voto a favor de una opción indeseable para evitar el triunfo de otra peor. Uno de los problemas de este planteamie­nto es la dificultad de justificar un mal como un bien por el hecho de que exista otro mal mayor. Otro problema es que conduce a la paradoja de que el único voto útil sería la elección de la opción vencedora.

Rechazar la elección del mal menor cuando no estamos obligados a elegir es una decisión coherente, cuyo fundamento ético se encuentra en la racionalid­ad del individuo. Pero no elegir tiene efectos prácticos sobre terceros, es decir, más allá de la esfera individual, que lleva a Sartre a afirmar que la no elección no es posible, porque la abstención y el voto en blanco también son elección.

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