OKUPAS Y BANDOLEROS
SE veía a simple vista que era un ocupa con c. Es decir, que no pretendía con la invasión del inmueble ajeno cambiar el mundo ni la sociedad –la habitual excusa de los okupas con k–, sino solventar una supuesta “carencia habitacional”. Lucía coqueta media melena cana y unos bigotes que peinaba a lo Poirot. Vivía en la provincia de Huelva y la casa ocupada era uno de esos chalecitos de clase media, una Villa Lola de una sola planta, una arquería y un zócalo de azulejos. Estaba claro que el que la mandó a labrar no era ningún plutócrata, sino más bien un esforzado currito que soñaba con los fines de semana para irse al chalet y hacer paellas con los amigos. Cuando la reportera le acercó el micrófono y le preguntó qué iba a hacer con el pellizco que le había tocado en el gordo, el ocupa empezó la lista de los Reyes Magos: un viaje, un coche nuevo... En ningún momento dijo que destinaría una parte a la renta que le debía al propietario de la casa que había disfrutado ilegalmente. Ni siquiera que se iba a buscar un chozo nuevo.
La Ley de la Vivienda aprobada ayer por el Congreso tiene aspectos positivos, como el control de los precios de alquiler que se están desmadrando en algunas zonas urbanas. Algunos gobiernos de la Democracia se han limitado a quitar el yugo y las flechas de las casas y barriadas obreras construidas por el sector más azul de la dictadura, pero apenas a garantizar un derecho que, no olvidemos, está recogido en la Constitución. Sin embargo, es en la protección de facto que hace de la okupación –dificultando su control– donde se nota un sesgo ideológico que poco tiene que ver con la realidad. La izquierda ha transferido al okupa el halo romántico que en su día se le otorgó al bandolero. Lo ha convertido en una especie de guerrillero, al estilo de Curro Jiménez, que mina las bases de esa cosa tan infame que es la propiedad capitalista. Como decía el otro día un comentarista: In dubio, pro okupa.
Cierto es que hay casos extremos –normalmente con ancianos y niños– en los que un desahucio puede suponer un auténtico drama social y a los que hay que dar alternativas. Pero no hace falta ser Tamames para saber que, en España, la propiedad inmobiliaria ha sido la tradicional forma de ahorro de las clases medias. Gran parte de esas heroicas acciones contra el capital afectan gravemente las escasas y cervantinas rentas de viudas, jubilados, familias trabajadoras, etcétera. No son ellos, desde luego, los que tienen que solucionar el problema de la vivienda en España.
La izquierda ha transferido al okupa el halo romántico que en su día se le otorgó al bandolero