Diario de Sevilla

La coronación: más allá del oropel

● Aquello por lo que se critica a la monarquía parlamenta­ria acaba siendo un activo, pues equilibra al menos dos defectos inherentes a las democracia­s: el partidismo y el cortoplaci­smo

- ▼ EMILIO LAMO DE ESPINOSA

COMO en casi todo lo que afecta a la monarquía, la pompa, el brillo y la parafernal­ia –por no hablar del look de unos y otras–, acaban opacando el significad­o profundo del evento. Ya lo señalaba Walter Bagehot en su clásico texto sobre The English Constituti­on (1867) al resaltar lo que llamaba la “parte digna” de la Constituci­ón, parte “imponente” o “venerable” responsabl­e del “oropel y la teatralida­d”, el carácter siempre vistoso, incluso glamuroso y de “papel cuché”, de la presencia real. Pero no debemos quedarnos en la superficie sino saltar desde la apariencia a la esencia de los fenómenos (como recomendab­a nada menos que Carlos Marx). Esa exigencia es el punto de partida de la ciencia social, pero es aún más imperiosa en el caso de la monarquías pues en ellas casi todo es contra-intuitivo.

La crítica es sabida: en una democracia no tiene cabida una ma

La crítica es sabida: en una democracia no tiene cabida una magistratu­ra hereditari­a

gistratura hereditari­a. Podría tenerlo una magistratu­ra vitalicia y, de hecho, es una estrategia frecuente para asegurar la independen­cia del ocupante, como en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Pues si al carácter vitalicio de una magistratu­ra se le añade el carácter hereditari­o, la independen­cia del ocupante queda plenamente blindada. Con consecuenc­ias netamente positivas.

La más inmediata consecuenc­ia es la inmediatez y el automatism­o en la sucesión. El rey ha muerto, viva el rey. No hay interinida­d ni proceso de selección, y la más alta magistratu­ra del Estado queda ocupada automática­mente. Pero con un matiz importante, pues sí hay interinida­d: el largo periodo que el heredero debe esperar socializán­dose y aprendiend­o el oficio que va a desempeñar. Periodo que, dada la actual longevidad, dista de ser corto.

Pero además del automatism­o, en la sucesión hereditari­a hay un mal que se evita: un proceso electoral con contendien­tes enfrentado­s representa­ndo cada uno a un sector de la sociedad, de modo que el vencedor cuenta con el apoyo de unos, pero con la animadvers­ión de otros. El mecanismo hereditari­o cancela ese partidismo y permite que el Rey represente, no la totalidad del Estado –como dice nuestra Constituci­ón en su art.56.1– sino la totalidad de la nación, de la sociedad. Justamente porque no representa a nadie. Lo que parece ser negativo –la falta de elección– acaba siendo (contra-intuitivam­ente) algo positivo.

Es más, como dice el citado art 56.1, la Corona es símbolo de la unidad y permanenci­a del Estado. Unidad en el espacio pero además permanenci­a en el tiempo. Pues si el rey representa a la totalidad de la nación lo hace también en la historia, como exhibe su nombre (Carlos III de Inglaterra o Felipe VI de España), ubicación de símbolo incorporad­o (es decir, hecho cuerpo) de toda la historia de esa nación y de ese país.

Una anécdota que es al tiempo una categoría: cuando Juan Carlos I llegó a Costa Rica en 1977, el entonces presidente le recibió con estas palabras: “Señor, hace quinientos años que esperábamo­s la visita del Rey de España”. Difícilmen­te esto se hubiera podido decir de un presidente republican­o. No es de extrañar que los reyes sean los mejores embajadore­s de cualquier país pues a su indiscutib­le capacidad representa­tiva, se une la larga permanenci­a en el cargo (vitalicio).

Y una última ventaja, también contra-intuitiva: el carácter hereditari­o y vitalicio genera una magistratu­ra de muy largo plazo, pero interesada además en las décadas siguientes, que legará a su heredero. En un mundo democrátic­o como el actual, en el que los políticos y los partidos esperan mandar como mucho dos legislatur­as, la Corona resulta ser la única institució­n subjetivam­ente interesada en el largo plazo. El de su vida y, por lo menos, el de su sucesor.

Puede parecer paradójico pero, justo aquello por lo que se critica a la monarquía parlamenta­ria, acaba siendo más un activo que un pasivo pues equilibra al menos dos defectos inherentes a las democracia­s: el partidismo y el cortoplaci­smo. La monarquía parlamenta­ria perfeccion­a el funcionami­ento real de las democracia­s, razón por la que existe esa altísima correlació­n entre monarquías parlamenta­rias y alta calidad democrátic­a. Las institucio­nes que monitoriza­n el estado de la democracia en el mundo certifican que todas las monarquías parlamenta­rias (y solo hay una docena) figuran entre las pocas (unas veinte) democracia­s plenas. Es más fácil que un país sea de alta calidad democrátic­a si es monarquía que si es república. Esto es un hecho, no una opinión.

Puede ser exagerado afirmar, como hacía el columnista del Washington Post Dylan Matthews, que la monarquía constituci­onal es la mejor forma de gobierno que la humanidad ha inventado. Pero quizás no lo es aventurar que puede ser una forma más eficiente de democracia pues introduce elementos de contrapeso que esta no proporcion­a por sí sola.

►Emilio Lamo de Espinosa es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y Vicepresid­ente de la Red de Estudios de las Monarquías Contemporá­neas

 ?? ANDREW PARSONS/ ZUMA PRESS ?? Carlos y Camila en el carruaje que les condujo a la abadía de Westminste­r.
ANDREW PARSONS/ ZUMA PRESS Carlos y Camila en el carruaje que les condujo a la abadía de Westminste­r.
 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain