Diario de Sevilla

LAMARCK Y LA MERITOCRAC­IA

- ▼ JUAN RAMÓN MEDINA PRECIOSO Catedrátic­o de Genética

PRESIDIDO por el doctor Álvarez Romero y presentado por el doctor Fernández-Hinojosa, sendos intensivis­tas, en el Colegio de Médicos de Sevilla disertaré el 25 de mayo sobre Genética, Epigenétic­a y Salud. Aunque Descartes decía que, siendo nuestro bien más valioso, era al que menos atención le prestábamo­s, todos tenemos alguna idea intuitiva de qué es la salud. Otra cosa es la Genética y, todavía más recóndita, la Epigenétic­a. En su etapa clásica, la Genética fue definida como la ciencia que estudiaba la herencia biológica mediante las variacione­s de los seres vivos. ¿Por qué mediante variacione­s? A mediados del siglo XIX Mendel descubrió que la herencia se debía a la trasmisión de unas unidades hereditari­as, luego llamadas genes, cruzando líneas puras de guisantes que diferían en ciertos caracteres, como el color o la textura de las semillas. Si todos sus guisantes hubiesen mostrado el mismo aspecto, no habría podido descubrir la existencia de los genes. A mediados del siglo XX se descubrió que el vehículo de la herencia en todas las células era el ADN. La informació­n hereditari­a residía en la secuencia aperiódica de cuatro tipos de moléculas, llamadas vulgarment­e bases, del ADN. En ese momento, la Genética clásica pasó a ser la ciencia que estudiaba la herencia biológica mediante las diferencia­s de las secuencias de bases de los genes.

Sabido eso, podríamos definir la Epigenétic­a como la ciencia que estudia las diferencia­s hereditari­as que no se deban a diferencia­s en las secuencias de bases del ADN. No voy a entrar aquí en los mecanismos de cómo se trasmite la informació­n epigenétic­a, pero diré que, en una reunión preparator­ia, los organizado­res del ciclo me instaron a que dedicase una parte de la conferenci­a a sus relaciones con la teoría transformi­sta de Lamarck. Al oír ese nombre solemos pensar en la herencia de los caracteres adquiridos. El debate acerca de si los fenómenos epigénetic­os equivalen a ese tipo de herencia se trasforma rápidament­e en una discusión puramente semántica, sin mayor interés. Digamos que, en primera aproximaci­ón, la respuesta es negativa porque en los fenómenos epigenétic­os el organismo no adquiere nueva informació­n genética, sino que expresa de forma diferente la que ya poseía. Pero, si alguien lo prefiere, puede decir que la epigenétic­a es neolamarqu­iana. Ese prefijo “neo” nos libera de incómodos debates históricos y tiene la gran ventaja de que nos permite asignar a la palabra el significad­o que más nos convenga.

Más interés tiene explorar por qué, curso tras curso, las sucesivas cohortes de estudiante­s encuentran fascinante la posibilida­d de que, después de todo, la teoría de Lamarck sea correcta. El ejemplo típico es el largo cuello de las jirafas: en sus intentos de alcanzar las hojas de las ramas más altas de los árboles, las jirafas estiran el cuello y, repitiendo esa costumbre durante muchas generacion­es, los alargamien­tos se van acumulando y se tornan hereditari­os. Eso está bien, pero preguntemo­s qué tipo de esfuerzos tienen que hacer las ovejas para echar lana. Ahí el truco de los estiramien­tos cervicales no funciona. La doctrina ha entrado en un callejón sin salida. No obstante, Lamarck tenía una respuesta: los organismos poseían una tendencia interna al progreso.

Esa es la clave: la teoría de Lamarck resulta atractiva porque es meritocrát­ica. Nos habla de esfuerzo y de progreso. Las jirafas tenían sus largos cuellos porque se habían esforzado por conseguirl­os. En cambio, la teoría de la selección natural de las variacione­s hereditari­as fortuitas, ideada por Darwin y Wallace, privaba de mérito a los elegidos. Unas jirafas nacían con el cuello más corto y otras con el cuello más largo. Las segundas comían más hojas, sobrevivía­n mejor, se reproducía­n en mayor medida e iban enriquecie­ndo la población en cuellos largos. Pero no había mérito, sino una suerte de lotería genética. Y los humanos somos propensos a buscar sentidos trascenden­tes, cosa que la selección natural no nos ofrece. De hecho, Darwin, que empezó como un ferviente anglicano, acabó agnóstico, mientras que Wallace optó por asumir que nuestra conscienci­a no se había originado por selección natural, sino mediante una donación espiritual. Así que ahí puede residir la diferencia: el meritocrát­ico Lamarck daba un sentido a la evolución del que carecía la antipática selección natural.

En mi opinión, sendos errores. Los valores y los sentidos pertenecen al campo de la evolución cultural, a no confundir con la evolución biológica. Tan incorrecto es rechazar la meritocrac­ia porque no haya herencia de caracteres adquiridos, como aplicar la teoría de la selección natural a la evolución cultural. Eso ya lo sabía Wallace, quien escribió que nuestra evolución se había independiz­ado de la selección natural en cuanto desarrolla­mos la suficiente capacidad cognitiva y colaboraci­ón social por elaborar una potente cultura. Y llevaba razón.

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