EL SITIO DEL RECREO
ALGUNAS de las mejores canciones de los ochenta (y aquí habría que añadir la absurda coletilla “del siglo pasado”, como si para uno hubiera otros ochenta) se escribieron en los noventa. La estupenda El sitio de mi recreo, por ejemplo, que Antonio Vega grabó en 1992 y que, como las más perdurables obras de arte, parece hecha esta mañana y, a la vez, hace tres milenios. El título viene pintiparado para hablar de un sitio que no es un espacio físico aunque exista: el raro lugar que crean quienes pasaron años juntos en el colegio cada vez que se reúnen tiempo después.
Cuando aún hace poco que dejamos el colegio, y la adolescencia está casi a mano, estas reuniones no tienen demasiado sentido. Hay tanta vida por delante que no toca mirar atrás. Pero si ya se dobló sobradamente la mitad del camino y la vida nos va desgastando, a veces tanto que se ha llevado a algunos compañeros, y vas teniendo hijos con tus edades de entonces, y te descubres repitiendo palabras y actitudes de tus padres que jamás pensaste que repetirías, estas convocatorias sí que lo cobran. Hay un sitio real, tangible, donde uno vuelve para recuperar la inocente despreocupación de la infancia: la casa de tus padres (si hicieron hogar y no un descampado). Pero antes o después acabas siendo hijo ya sólo en la memoria, tus padres se mueren y te quedas con una sensación de intemperie o
Volver a juntarte con quienes fueron tus compañeros durante cursos se convierte en un recreo
desamparo, de no contar con ese lugar que retenía tus problemas en su umbral, donde, durante las horas a su vera, volvías a ser como un niño sin asuntos que te quitaran el sueño, alguien sin desvelos.
Cuando este lugar, aquel hogar, desaparece, te queda otro nada más, intangible, en el que vuelves a ser un despreocupado chaval de doce, quince años, un sitio de verdadero recreo: estas reuniones de antiguos alumnos. No es idealizar el pasado, ni creer que cuanto pasara entre las paredes de aulas y patios de tu colegio sea memorable. Al revés. No hay días tan largos como los de la infancia, ni horas más tediosas que tantas en aquellas clases. Pero la vida no sólo desgasta, sino que también pule, sobre todo pule el pasado. Lo aligera tanto que olvida esas alargadas jornadas de aburrimiento y va adelgazando los lentos años de escuela hasta dejarlos casi en el tiempo de recreo. Y volver a juntarte con quienes fueron tus compañeros durante cursos y cursos se convierte en eso: un recreo. Vuelves a ese rato, siempre corto, sin deberes ni reglas de mayores, donde eras el niño o chaval despreocupado que ansiabas ser el resto del día. Sabes que, por unas horas, dejarás fuera los problemas, y te reirás con la gracia aún niña y genuina y descabellada de Manolito López Chavarría y con anécdotas de otros compañeros mil veces contadas pero que, curiosamente, no se desgastan. Y las canas, la presbicia, otras heridas, también quedarán como suspendidas, fuera de allí, mientras estés en ese sitio del recreo.