Estigmas y realidades (y armas)
Al norte, en la margen derecha del río Guadalmedina, los vecinos del distrito número 5 de Málaga residen como en una especie de limbo que pocos conocen pero del que todos hablan. Hace décadas que el hambre y la falta de oportunidades de estos ciudadanos hizo de la droga un negocio más en la zona. En los últimos tiempos, las armas –entre ellas, subfusiles o metralletas– también han penetrado en la barriada. Desde entonces, el goteo de tiroteos entre los clanes que habitan la zona no ha cesado. El objetivo, pocas veces es atentar contra uno de sus integrantes. La mayoría, atemorizar al contrario y exhibir su arsenal es el fin. La ley por convertirse en el más fuerte de la selva en su máximo esplendor.
“Tres detenidos por el tiroteo entre clanes acaecido el pasado enero en la barriada de La Palmilla”. “Un tiroteo entre bandas en Málaga acaba con heridos, uno de ellos crítico, y los autores huyen”.
“Investigan un tiroteo en La Palma, con un herido”. Estos son algunos de los titulares relativos a la barriada. Resulta evidente que la conflictividad en esta zona, que se construyó en los 60 para relajar a las familias de las zonas deprimidas de El Perchel y La Trinidad, continúa instaurada. Pero, ¿se trata de una realidad global?
Lo cierto es que gran parte de vecinos de la barriada se muestra contraria ante este tipo de actos. De hecho, desde el Plan Comunitario Proyecto Hogar piden apoyo de las administraciones y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado para una mayor seguridad e inversión en la zona con el propósito de erradicar el estigma de marginalidad que pesa sobre todos los vecinos, por el simple hecho de residir en Palma-Palmilla.
“Por pertenecer a cierta familia y vivir donde lo hago se me va a juzgar hasta el día en que me muera”, lamenta un vecino a este periódico. Si bien, asegura que la mayoría de la gente que reside en La Palmilla es trabajadora y “se esfuerza cada día para salir hacia adelante”. “Somos más los que queremos vivir en paz que los que quieren la guerra”.
María Gámez, también palmillera, no ha vivido en otro barrio desde que nació, hace 23 años. Pero, cuando todavía era una niña, comenzó a cursar la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) en el instituto Santa Rosa de Lima –en la zona de Carlos Haya–. Ahí, y de manera casi automática, mentía a sus compañeros sobre su residencia habitual. “Decía que vivía en Ciudad Jardín porque no quería que nadie tuviera ese prejuicio sobre mí”, reconoce, y cuando alguno de ellos se enteraba, cuenta que recibía frases del estilo: “No parece que eres de La Palmilla”.
Pasado un tiempo, asegura que no ha vuelto a mentir. “Ya siempre lo digo porque mi presentación soy yo como persona y si otra persona entra en juicios es su responsabilidad”, considera. Además, critica que estos convencionalismos “no ayudan porque generan una división en la sociedad” y pide a quienes los promulgan que “revisen sus pensamientos, tengan la mente más abierta y se paren a conocer a la gente porque hay gente de todo tipo”, que lo único que comparten en la mayoría de casos son bajos recursos económicos.
Y es que el distrito de Palma-Palmilla tiene alrededor de 30.000 habitantes censados en poco más de 25 kilómetros cuadrados. Muchos de ellos son de etnia gitana y otros tantos inmigrantes. En la barriada conviven decenas de nacionalidades: españoles, marroquíes, rumanos, nigerianos o senegaleses –entre otros– que han llegado a la zona, en algunos casos, movidos por precio de la vivienda, bastante inferior que en la mayoría de barrios restantes.
Licenciada en Historia del Arte, Gámez estudia ahora un grado superior de Ilustración. Le gustaría ilustrar en una editorial o trabajar en la rama de animación, para cine o videojuegos. Si esos caminos no le funcionan, no descarta opositar para profesora de Historia del Arte. También quiere independizarse. Pero, esta última aspiración asegura verla lejana por el drama de la vivienda en la ciudad. No obstante, “no encuentra problema a seguir viviendo en el barrio”.
Aunque de puertas para fuera se avergonzara por lo que pudieran opinar los demás, siempre fue feliz entre sus calles, muchas de ellas, peatonales. “Allí aprendí a montar en bicicleta. Todos los niños nos conocíamos, iba a sus casas a celebrar los cumpleaños y me podía quedar allí si mis padres se iban”, recuerda. Una infancia con aires de pueblo que, a su juicio, “difícilmente ocurre en otras zonas de la ciudad”.
En un simple paseo por la zona, se palpa ese ambiente lugareño en el que todo el mundo se conoce y nadie quita ojo al extraño que transita por sus calles. El bar de Ferna –así llaman los vecinos a Fernando Muñoz, también presidente del Club deportivo 26 de febrero– es uno de los puntos de encuentro en la barriada desde hace 23 años. Decenas de vecinos pasan diariamente por el establecimiento. Su dueño asegura que la mayoría es “gente trabajadora y honrada”. “Aquí no llevamos pistolas en la cintura”, asegura en relación a las últimas balaceras.
Por ello, los vecinos insisten en su petición. Lamentan que en el pasado mes de marzo, después de los tiroteos acaecidos a principios de año, ya solicitaron un encuentro, una propuesta que “sigue sin ser atendida”. “Después de los disparos de este fin de semana, el vecindario insiste por segunda vez en la necesidad de ese encuentro”, manifiestan al tiempo que subrayan que “cada día que pasa es más urgente tener esa reunión”.
Consideran que “el subdelegado del Gobierno debe mostrar respeto al vecindario y responder, aceptando o explicando su negativa a este encuentro” y manifiestan que “el diálogo es la vía para resolver los problemas de la gente”.
Los vecinos piden “por segunda vez” una reunión con el subdelegado