Fútbol femenino
Finales de los años 60. El bar de Los Picapiedras lo regentaba un matrimonio con dos hijas jóvenes de nuestra edad, gordas y alegres. Nos hicimos amigas. Su padre, orondo y colorado, se sentía feliz de que sus hijas se relacionaran con nuestra pandilla de chicas y algunos días nos regalaba la consumición. Nosotras íbamos por allí para relacionarnos con gente de nuestra edad. La zona se llamaba “la senda de los elefantes”, en la calle Ram de Víu. Un día, el padre nos propuso formar un equipo de fútbol femenino para promocionar el bar. Nos pareció buena idea y empezamos a entrenar por el Parque Grande que entonces se llamaba Primo de Rivera. Entrenábamos a nuestro aire, sin entrenador. A las seis de la tarde ya estábamos allí. El padre se lo tomó en serio y se encargó del equipo, vestuario, botiquín, trayectos, masajista y designar los campos de fútbol. Fuimos pioneras en el fútbol femenino de aficionadas. Vestíamos una camiseta a rayas verticales, amarillas y negras. En la espalda figuraba el número (a mí me tocó el 7) que nos correspondía y el nombre del bar Los Picapiedras. El calzón era negro, hasta debajo de la rodilla, porque el padre decía que jugábamos al fútbol no a exhibirnos. Calcetines tapando las pantorrillas y zapatillas de deporte sin marca. Cuando salimos al campo en el primer partido, los pitidos y abucheos de los espectadores eran atronadores. No teníamos ni idea de las normas de juego por no tener entrenador, sólo era meter goles. Los empujones del bando contrario y las caídas eran terribles. El masajista, un estudiante de medicina que se prestó a ello, no se atrevía a tocarnos y si tenía que poner una tirita nos decía que nos la pusiéramos nosotras. Si nos veía tiradas en el campo, nos decía que no era para tanto y que nos levantáramos. Los partidos sin entrenador eran un circo. Madrugones, enfrentamientos con el otro equipo, cabezazos, estirones de pelo, patadas. El padre estaba contento porque se le llenaba el bar de gente que quería conocer al equipo, pero mis amigas y yo tiramos la toalla.
Pilar Valero Capilla