Diario del Alto Aragón

El embargo

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Nos paró en la calle una conocida del barrio. Nos pidió a mi compañero y a mí que la escucháram­os un instante. Su situación era angustiosa. No podía pagar la subida de la hipoteca. El banco se quedaba con la casa si no pagaba. Unos días después la vimos hablando sola por la calle. Me transportó al pasado. Viví de niña un embargo en la casa de mis padres. El negocio de mi padre no funcionó y se llenó de deudas. Éramos siete hermanos, con poca diferencia de edad, cinco chicos y dos chicas, yo la segunda, la última también era niña, recién nacida. Un día, a las nueve de la mañana, llamaron a la puerta. Mi padre no se encontraba en casa.

Dos hombres venían del Juzgado a embargar los bienes de la casa. El de más edad se sentó en una silla, apoyado en la mesa del comedor. Sacó una carpeta del maletín y se dispuso a escribir lo que le dictara el compañero, que se paseaba libremente por la casa en busca de bienes embargable­s. El despacho en donde trabajaba mi padre estaba repleto de libros en estantería­s que cubrían las paredes y una máquina de escribir. Encicloped­ias, biografías, ensayos, novelas, premios literarios. Mi instinto fue cerrar la puerta y colocarme delante con un hermano pequeño en brazos.

El hombre esperó a que me apartara, pero le dije que la hermana más pequeña estaba durmiendo y si entraba se despertarí­a. Se miraron los dos funcionari­os sonriendo. El hombre sentado le preguntó al otro qué apuntaba. “En esta casa no hay más que hijos y unas persianas de plástico azules cubriendo una galería, no hay algo que merezca la pena”, contestó. Cuando se fueron, mi madre se echó a llorar mirando a sus hijos.

Pilar Valero Capilla

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