Morir de hambre
Traigo hoy a estas páginas este asunto del almuerzo, que es claramente menor en comparación con la montaña del ‘koldogate’, o si se quiere el ‘caso Abalos’, solamente para resaltar los errores de comunicación que están cometiendo el Gobierno (y, por extensión, el Legislativo) a la hora de enfrentarse con los presuntos escándalos y las acusaciones de no menos presunta corrupción. Sé que no me haré muy popular si digo que, más allá del propio Koldo y acaso de su jefe Ábalos, que queda en muy mal lugar en todo este fétido asunto, no acabo de ver claras extensiones corruptas en otros personajes, a los que, por elevación, se quiere implicar desde la oposición, que, por supuesto, cumple con su misión de oponerse, denunciar y pedir explicaciones.
Pero la falta de transparencia, la huida, pueden acabar siendo pecados tan graves o aún más que aquellos que se denuncian desde la oposición y desde algunos medios, cenáculos y mentideros. Y el Ejecutivo, cuyos ministros también andan bastante desaparecidos para los periodistas, sabe -me consta- que su reacción ante las acusaciones de corrupción, que le duelen especialmente, no puede seguir siendo la de esparcir basura recordando lo que el PP hizo o dejó de hacer en su día. Creo, más bien, que todos, comenzando por el presidente Sánchez afrontando las acusaciones -nada delictivo, por cierto, aunque sí poco elegante y escasamente ético- sobre los presuntos ‘negocios desde La Moncloa’ de su mujer, han de dar la cara y explicar claramente, admitiendo preguntas de todos los medios, qué está ocurriendo, qué ocurrió y, a partir de todos los datos, qué ocurrirá. Otra cosa es el funcionamiento del Parlamento en la ‘era Armengol’, no menos tutelada por el Ejecutivo, me temo, que la ‘era Batet’, o que otras varias eras anteriores.
Una vez más, pienso que hay que pedir que quien ejerza la presidencia de la Cámara Baja no milite en el partido gobernante, para fomentar esa cada día más decreciente separación de poderes. Y para que los periodistas no tengamos que sufrir plantones por parte de gentes huidizas que se fuerzan a ser esquivas ante profesionales de la comunicación muchas veces ‘no afines’ o claramente hostiles, que de todo ha de haber. Y esos son sapos que ‘ellos’ deben tragar, tienen que tragar. ●
EL MISMO día en que los bomberos de Valencia rescataban del edificio quemado a un gato llamado Coco, que había sobrevivido al fuego y resistido nueve días en un hueco providencial, otros rescatistas, en Gaza, sacaban de su casa en ruinas a un niño, Ahmed, que también había resistido nueve días sepultado por los escombros de su hogar bombardeado. El azar había unido a Coco y a Ahmed el mismo día en los mismos noticiarios, pero aunque similar en su desenlace, sus historias no eran la misma.
Los gatos, como se sabe, tienen siete vidas, pero los niños gazatíes, ni una siquiera. Cuando los benditos rescatadores extrajeron a Ahmed de entre los cascotes, su cuerpo, magullado y exánime, agonizaba de hambre y de sed, pero no sólo a causa de esos nueve días y esas nueve noches que la criatura pasó enterrada junto a los cadáveres de sus familiares, sino de todo el hambre y toda la sed que llevaba acumulada desde que el gobierno de Israel emprendió el asesinato masivo de la población civil de la franja. Ninguno de nosotros podría calibrar la magnitud de ese hambre y esa sed que se ensañó, antes y después de la destrucción de su casa, con ese niño. Decenas de niños mueren cada días de hambre en Gaza, literalmente de hambre, porque no tienen siete vidas como los gatos, y sí, en cambio,