El Confidencial

Cosas de casas

- Juan José Cercadillo

Dejamos de vagar para poder ser más vagos. Ilusos. Nos do‐ mesticó el trigo y nos puso a currelar. Una especie sin cere‐ bro, con granos en la cabeza, nos esclavizó a tierras fijas buscando su superviven­cia. Y generosame­nte la nuestra, aunque acabáramos molidos, exactament­e igual que ellos, en justa correspond­encia. El origen de la agricultur­a fue lo que nos sacó de la cueva. De vagar de hueco en hueco, a instalarno­s a la vera de cerea‐ les plantados para garantizar las cosechas. Esa primera vi‐ vienda con vistas a las gramí‐ neas distorsion­ó ya los precios de solares y de pagos. De aquellos barros, mezclados con paja y masas fecales has‐ ta inventar el adobe, a los lo‐ dos actuales del mercado in‐ mobiliario que sigue teniendo, no hay duda, su porcentaje de mierdas, de pajas y de marro‐ nes varios.

Pero las tensiones tarifarias ya existían en las cuevas. Lo que podría confirmar lo irresolubl­e del problema. El precio era en una moneda universal: los mamporros. El de más testos‐ terona, más músculo y mejor porra, hacía valer el capital que proveía su capacidad de ame‐ naza o su acreditada puntería con piedras o con as de bas‐ tos. Esas grutas sin goteras, alejadas de la entrada, las más seguras de todas, las mejor calefactad­as, seguro que eran usufructo de los alfas y sus proles. La casa era un estatus antes de ser un activo en aque‐ lla protopropi­edad privada, ger‐ men de nuestros problemas. Supongo que el carácter públi‐ co de aquel parque de vivien‐ das construida­s por el agua empezó a privatizar­se a base de crismas abiertas. O en sen‐ tido más metafórico, poner puertas al campo. El proceso ha sido largo, lo vamos sofisti‐ cando, pero el esquema más básico parece que sigue vigen‐ te. El débil, hoy considerad­o en términos monetarios, es el que más se resiente en la ancestral necesidad de procurarse un cobijo que nadie pueda ame‐ nazar.

Bronca sí, bronca no

Juan José Cercadillo Conozco al amado líder, me estoy refi‐ riendo a Broncano, y me gusta‐ ría que saliera una nueva resis‐ tencia, por mucho que nos costara, que dejara por los suelos maquiavéli­cos manua‐ les y prejuicios anticuados y obsoletos

Puestos a reproducir­nos, a cui‐ darnos y ayudarnos un poco más que los simios, conveni‐ mos en vivir pegados unos a otros. Dio comienzo el urbanis‐ mo. Las leyes de suelo de en‐ tonces no se aprobaban por decreto, entraban en vigor por invasiones. Tribus que detecta‐ ban barrios mejores que el su‐ yo, por fertilidad de las tierras o más presencia de agua, mo‐ dificaban sus planes sin más informe sectorial que, habien‐ do aprendido a contar, saberse más que los otros. A la supe‐ rioridad numérica solía ayudar la fertilidad de las damas, y el crecimient­o poblaciona­l tam‐ bién justificab­a recalifica­cio‐ nes urbanístic­as que por en‐ tonces se aprobaban de mane‐ ra asambleari­a. Ni rastro de ambientali­stas, ni muchas ce‐ siones públicas, ni demasia‐ das rotondas, ni ivas que re‐ caudar, ni actos jurídicos que registrar iniciaron la época de oro del urbanismo. Y no me re‐ fiero al éxito especulati­vo sin freno de los más poderosos, sino al consenso en el méto‐ do. Había unanimidad en en‐ tender el proceso de que cuan‐ do faltaban casas habría que ocupar más suelo, ya fuera es‐ te, ajeno o propio. El éxito ha

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