El Dia de Cordoba

Sonido y dramaturgi­a

- Pablo J. Vayón

En 1979, Daniel Barenboim y Patrice Chéreau hablaron por primera vez de Tristán e Isolda. Habían recibido el encargo de Wolfgang Wagner de preparar una producción para el Festival de Bayreuth de 1981. Aquel proyecto se frustró (lo hizo Barenboim, pero con la régie de JeanPierre Ponnelle) y no fue hasta 2007, después de que hubieran colaborado ya en dos óperas ( Wozzeck para París y Berlín en 1992; Don Giovanni para Salzburgo en 1994), cuando el director y el dramaturgo unieron sus fuerzas para el Tristán que abrió aquel año la temporada lírica de la Scala de Milán.

Aprovechan­do aquellas funciones, Gastón Fournier-Facio, coordinado­r artístico por entonces del coliseo milanés, programó una serie de encuentros con ambos artistas de los que salen las conversaci­ones que forman este libro, organizado, siempre en forma de diálogo directo entre los dos protagonis­tas, en cinco grandes partes.

Chéreau y Barenboim hablan con pasión de sus respectivo­s oficios, de su relación personal y de sus ideas sobre el i nmortal drama. El discurso del músico re- sulta de una especial profundida­d. Todos los parámetros de la música wagneriana son desbrozado­s con una lucidez esclareced­ora (el análisis del Preludio es el más didáctico al que yo haya tenido acceso nunca), del fraseo a la armonía, de las dinámicas al tempo, de la orquestaci­ón al peso del sonido, de los acentos al papel crucial del silencio (“a veces se tiene la sensación de que es más bien la música lo que interrumpe el silencio”). Todo se relaciona por su-

puesto entre sí y a la vez con las ideas literarias a las que el discurso sonoro sirve.

Por su parte, Chéreau traza con detalle el largo proceso de creación de su puesta en escena, que parte de una inmersión profunda en el texto (lo conocía de memoria al detalle). El dramaturgo francés, fallecido en 2013, pone especial énfasis tanto en la necesidad de adaptarse a las posibilida­des actorales de los cantantes como en el hallazgo de la idea motriz que vertebre su trabajo. Admirable resulta la modestia con la que acepta lo que le estaba costando encontrar una solución adecuada para el final del Acto II.

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