El Dia de Cordoba

INVENCIÓN DEL AMOR

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LO que llamamos civilizaci­ón se ha impuesto, con esfuerzo a través de milenios, domestican­do la violencia que generaba el instinto sexual de la especie, con su secuela de raptos, engaños y asaltos. Como los fuertes y astutos imponían su deseo sin mesura, hubo que buscar medios para desviar unas intencione­s que provocaban guerras y víctimas (recuerden el rapto de las sabinas). Buscando moderación, un hallazgo que ha funcionado –cuando menos hasta hace poco– ha sido el amor. Y aunque a muchos les cueste creerlo, enamorarse fue una invención, bien ideada para que se atenuase la inmediatez que exige la satisfacci­ón del instinto. Se inició como una feliz fórmula para encubrir lo que más tarde se denominarí­a (a través de Darwin) selección natural. Al imponerse unos criterios de preferenci­a entre las personas a elegir, hubo también que recurrir a unas formas sutiles para conseguir la persona deseada. Se inventó así otro gran instrument­o del amor: la seducción. Pero, al menos en Occidente, ninguna de estas herramient­as hubieran alcanzado tantos logros, sin otra ayuda: la prestada por la literatura. El amor, aunque también cueste creerlo, se aprendió en los libros y desde ellos se transmitió a la calle. Piénsese en los ejemplos de Don Quijote o Madame Bovary: el amor primero lo conocieron en los libros, luego lo buscaron en vida.

Pero el amor –como muro de contención de aquellos atavismos primarios– cumple cada vez menos su efecto disuasorio. Y las nuevas tribus, clanes, hordas, fratrías y manadas sacan a relucir, cada vez más, aquellos instintos que parecían olvidados. Ni el amor ni los rituales de seducción ejercen ya ningún atractivo. Ante la búsqueda del goce inmediato, los matices éticos de aguardar el consentimi­ento (el sí o el no) han sido arrumbados. El objeto deseado se convierte en pieza tanto más codiciada cuánto más inmediata pueda ser su posesión.

De estas cuestiones se habla poco, parecen demasiado etéreas cuando están en juego hechos concretos, víctimas, culpables, delitos y penas. Sería ingenuo y risible sugerir que aquellos que abusan y violan lo hacen porque apenas leen y, por tanto, no han aprendido que el instinto, enmascarad­o con seducción y amor, sabe mejor y suele dar más resultados. Sin embargo, ese ha sido el gran papel de la literatura, aunque algunos no se lo crean. Cuando se lee Anna Karenina, ya no se deja aquel mundo tan pleno, para salir a la calle, disfrazado de horda, esperando encontrar lo que ya se ha encontrado, de verdad, en la novela.

Ante la búsqueda del goce inmediato, los matices éticos de aguardar el consentimi­ento (el sí o el no) han sido arrumbados

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ALBERTO GONZÁLEZ TROYANO

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