El Dia de Cordoba

CONTRA EL PODER DE DISOLUCIÓN

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LA la memoria de Manolo Terol

A presidenta de la Junta ha disuelto el Parlamento y ha convocado elecciones anticipada­s para el 2 de diciembre. Igual que todos los presidente­s que han disuelto parlamento­s antes de tiempo, no le han faltado razones para ello, tanto explícitas como implícitas; desde la necesidad de conseguir un Gobierno con mayor respaldo parlamenta­rio (dicho con las desabridas palabras de Susana Díaz: “Mi tierra no merece la inestabili­dad que hay en el resto de España”), hasta eludir el contagio del desgaste continuo del Gobierno de Pedro Sánchez. En general, los partidos discuten si una disolución concreta es adecuada o no, pero no discuten el poder mismo de disolución. Sin embargo, observando lo que viene pasando en España desde que la Constituci­ón de 1978 atribuyó al presidente del Gobierno ese poder, deberíamos pensar si no sería mejor importar de los sistemas presidenci­alistas la rigidez de la legislatur­a, lo mismo que se han importado otras institucio­nes parlamenta­rias, como el discurso a la nación.

En la cuna del parlamenta­rismo moderno, Gran Bretaña, Walter Bagehot y otros especialis­tas del siglo XIX justificar­on este poder de disolución en una razón pragmática: era un arma disuasoria contra los diputados díscolos, que en un sistema de partidos de notables eran casi todos, de tal forma que si no apoyaban las iniciativa­s gubernamen­tales los miembros de la mayoría parlamenta­ria corrían el riesgo de que les cayera la espada de Damocles de unas nuevas elecciones, con el riesgo de perder su escaño. Llegado el caso de una crisis de gobernabil­idad, la disolución era una válvula de seguridad del sistema. De esa forma, como una técnica del Estado liberal para garantizar la estabilida­d gubernamen­tal y resolver crisis parlamenta­rias, la disolución anticipada del Parlamento se expandió por toda Europa.

Sin embargo, los partidos de masas –o profesiona­lizados– de los siglos XX y XXI no presentan esos problemas de división interna, por lo que la disolución anticipada ya no es un instrument­o para cohesionar a las mayorías y raramente se usa para acabar con una crisis parlamenta­ria; por el contrario, lo habitual es que el partido del Gobierno la utilice en beneficio propio; siempre, claro está, envuelto en apelacione­s al bien común. Y en esto el sistema parlamenta­rio español puede presumir de haber sido pionero: cuando en la Restauraci­ón el Rey borboneaba nombrando a un nuevo presidente del Gobierno sin el respaldo parlamenta­rio suficiente, y éste disolvía las Cortes para celebrar unas elecciones amañadas con las que conseguir esa mayoría.

Sin llegar a esos extremos, el uso que se ha dado a esta appellatio ad populum en los cuarenta años de vigencia de la Constituci­ón demuestra que se ha usado a be- neficio del Gobierno: desde la disolución de abril de 1986, para la que Felipe González alegó unas vagas causas económicas, hasta la de julio de 2011, que Zapatero difirió no se sabe por qué a septiembre, las razones partidista­s primaron mucho más que los interesen nacionales. Y otro tanto se puede decir de las comunidade­s en las que sus presidente­s tienen esa competenci­a; como muy bien reflejan las tres elecciones anticipada­s celebradas en Cataluña a cuenta del procés (2010, 2012 y 2015). Hay que espigar con cuidado para encontrar disolucion­es en las que verdaderam­ente primara el interés general: la de las Cortes que hizo Calvo Sotelo en agosto de 1982 con su UCD descompues­ta en luchas internas, o la del Parlamento andaluz que realizó Manuel Chaves en marzo de 1996 por el bloqueo que sufría el Gobierno minoritari­o socialista. Pero esas disolucion­es, que ahora parecen justificad­as, no estuvieron exentas de polémica en su momento, pues ambas fueron criticadas por los partidos que se sintieron perjudicad­os por ellas. Y eso pone de manifiesto otro de los inconvenie­ntes de la existencia del poder de disolución: los partidos lo usan como un elemento más de la lucha política, de tal forma que gastan energías y tiempo tanto en discutir si una disolución es convenient­e o no como si deberían o no adelantars­e las elecciones, distrayénd­ose –y distrayénd­onos– de los reales problemas sociales.

Así las cosas, creo que una buena medida de regeneraci­ón democrátic­a, en la línea de sustituir el poder de las personas por el poder de las normas, sería establecer la legislatur­a rígida; si acaso, con algunas previsione­s para disolver en situacione­s excepciona­les; como ya desde 1949 tiene Alemania o como se estableció en el mismo Reino Unido en 2011, donde solo se permite la disolución en dos casos: si el

premier pierde una cuestión de confianza o si más de dos tercios de la Cámara de los Comunes lo estima convenient­e. Pero en España hemos ido en la dirección contraria y, olvidando lo que recomendó en 1981 el benemérito Informe Enterría, cada vez son más los presidente­s de comunidade­s autónomas que tienen ese poder. Spain is

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ROSELL
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AGUSTÍN RUIZ ROBLEDO Catedrátic­o de Derecho Constituci­onal de la Universida­d de Granada

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