Entre la libertad y la revolución
M. Lasida
En un mundo, como el actual, saturado de mensajes, a la palabra no le queda otra que recurrir a la hipérbole para distinguirse. Aunque el común de los mortales haya aceptado la exageración del discurso publicitario como parte del juego, no deja de resultar extraño que la política acuda también a una retórica grandilocuente. De ahí que grandes conceptos de alambicada interpretación como “libertad” o “revolución” empiecen a formar parte del lenguaje cotidiano como si la historia de la humanidad y del pensamiento hubieran nacido ayer.
El portavoz del Gobierno andaluz, Elías Bendodo, resumió ayer los dos años de legislatura del Gobierno andaluz del PP y Cs con un decálogo de mandamientos. El también consejero de Presidencia, como si fuera un Moisés bajando del Monte Sinaí, descendió de las cumbres de la interpretación política con diez mensajes que se resumen en dos: la Junta de del cambio ha acometido la “revolución de la normalidad”, “mejor gestionada” y siendo más “libres”.
No hay término más manoseado en los últimos tiempos como la libertad. El problema, acentuado en estos meses de pandemia y restricciones obligadas por un ser microscópico, es cuando ser libre se confunde con seguir cumpliendo con los caprichos de cada cual.
El pensamiento político lleva siglos reflexionando sobre el término. Locke, Stuart Mill, Benjamin Constant, Isaiah Berlin, Norberto Bobbio... La lista es amplia. Sin entrar en el pormenor, cabe diferenciar entre los conceptos de libertad de los antiguos y la libertad de los modernos: libertad negativa –en la que nadie interfiera en el actuar de cada uno–, y la libertad positiva –la creación de condiciones para poder hacer efectiva esa libertad–. En general, los últimos clamores por la libertad aluden a que nadie le diga a uno lo que deba hacer. Como cuando Aznar amenazó con rebelarse por el límite de velocidad en las autopistas decretado por la DGT. Eso sí que es la revolución, la otra.