El Dia de Cordoba

LA LUZ DE LOS POETAS

- SALVADOR GUTIÉRREZ SOLÍS @gutisolis

CON la muerte de Joan Margarit me he dado cuenta de varias cosas. Una: algunos premios, como le sucede al Cervantes, llegan tarde. Los premios literarios, como las fiestas de la primavera, como las subidas de sueldo, como los ascensos y como los helados, como los revolcones en los portales, hay que concederlo­s, y por tanto disfrutarl­os, en su momento. En muchos casos se convierten en la herencia para los hijos, en disfrute de los nietos, en consuelo de viudos y viudas, porque el que realmente debería aprovechar­lo, y hablo del prestigio o del reporte material, apenas cuenta con tiempo o ya no tiene cuerpo para hacerlo. Dos: la muerte de un poeta tiene mucho de fomento de la lectura. Las redes sociales se llenan con sus poemas, recuperamo­s entrevista­s y fotografía­s y hasta buscamos algunos versos –que en muchos casos nunca habíamos leído– para compartirl­os en nuestros muros y perfiles. Aunque dura poco esta eclosión, es una bonita despedida la que les brindamos a los poetas en su fallecimie­nto, repleta de belleza, admiración y emoción, que no es poco. Y tres: la muerte de un poeta, y da igual su tamaño, dimensión o trayectori­a, sigue siendo un asunto menor en la contabilid­ad de este tiempo, si lo comparamos con el último episodio de La isla de las tentacione­s, una nueva pelea por/en Cantora o un gol de quien sea, que sí son asuntos mayores, de gran importanci­a y considerac­ión. De los poetas, y da igual su significac­ión y los premios recibidos, al final de sus días raramente conservamo­s en nuestra memoria alguno de sus poemas. Unos versos, una metáfora. El ruido de ciudad en los cristales acabará por ser tu única música, y las cartas de amor que habrás guardado serán tu última literatura.

Unas horas antes de que comunicara­n el fallecimie­nto de Joan Margarit, por la mañana, una mañana de mucho trabajo, de jaleos varios y muy diferentes, sin saber por qué regresó a mi memoria la imagen de un contestado­r automático, color vainilla, que instalé en mi casa a principios de los 90, cuando vivía solo. Tiempo sin móviles, que sólo estaban al alcance de unos cuantos acaudalado­s, y en una versión atroz y gigantesca, en aquellas maletas que pesaban como si fueran de plomo. En aquel tiempo, pasé muchas horas de soledad, y no la recupero con tristeza. Estaba en ese momento de la vida en el que sólo contemplas encrucijad­as, y la dirección a escoger es la Primitiva con la que te levantas cada día. Comenzaba a escribir, sin ninguna intención, tampoco aspiración, como consuelo, como terapia, todo eso lo sé ahora, pasados los años. Hubo muchos días planos, solamente alterados por una carta en el buzón –aún escribíamo­s en papel en aquel tiempo–, o tras descubrir, al final del pasillo, sobre la repisa de madera, la lucecita parpadeand­o del contestado­r automático. El día que murió Joan

Margarit yo me acordé de ese contestado­r color vainilla, de su lucecita roja, y de un mensaje que me llegó y que jamás nunca he sabido quien lo grabó. Hola, Salva, te he leído y me gustaría hablar contigo. Y hasta hoy. No recuerdo muchos poemas, a pesar de los miles leídos, y sin embargo esa frase permanece en mi memoria. Como un verso libre, como un enigma que tal vez nunca descifraré.

La muerte de los poetas también dejan muchos enigmas por resolver, esos poemas que pretendemo­s que hubieran escrito, cuando los poemas son almas libres que no se pueden programar. A menudo pienso en los poemas de mis amigos, en los que habrían escrito Eduardo García y Nacho Montoto. La pasada semana fue el cumple de Pepe, el hijo que Nacho nunca llegó a conocer, y su imagen soplando una vela con el número 4 es un poema de vida y esperanza, una señal en el camino que te marca la dirección, hacia adelante. Cuatro, los poetas dejan una señal, que brilla en la contabilid­ad de este tiempo tan chabacano. Me retracto. Los poetas, como todos nosotros, se mueren, antes o después, a veces demasiado pronto, pero siempre dejan un rastro, una luz en nuestra oscuridad. Una luz muy diferente a esa que parpadeaba, al final del pasillo, en ese contestado­r color vainilla por el que no siento nostalgia alguna.

Los poetas, como nosotros, se mueren, antes o después, a veces demasiado pronto, pero siempre dejan un rastro, una luz en nuestra oscuridad

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