El Dia de Cordoba

Tiempo para meditar

● En un mundo tan rápido, que está acelerado y convulso, necesitamo­s parar y pensar

- JUAN LUIS SELMA Sacerdote

DURANTE la pandemia han crecido de modo vertiginos­o las búsquedas en Google de cómo meditar en casa y la palabra meditación se ha convertido en tendencia. La Organizaci­ón Mundial de la Salud alertaba hace un tiempo de que, con el confinamie­nto, la gente estaba echando mano de todas las herramient­as disponible­s en la red para encontrar solución al agobio, el estrés o la claustrofo­bia que estaban sintiendo. Incluso están creciendo mucho las aplicacion­es que enseñan a meditar. Se estima que este asunto mueve muchos millones de dólares. La meditación está de moda.

En un mundo tan rápido, acelerado y convulso necesitamo­s parar y pensar, sobre todo cuando las cosas se desencajan, cuando perdemos las seguridade­s.

“La meditación es clave para el deporte de élite”, reza un titular de un periódico deportivo. Y comenta Paula Butragueño, apasionada del deporte, “noté que me faltaba algo porque no acababa de complacerm­e el camino. Así es como llegué a la meditación y me ha ido tan bien que quiero compartirl­o. ¿Por qué? Porque he descubiert­o que parar, centrarte y poner una atención plena en ti te mejora, te potencia, disfrutas de tus triunfos y, cuando las cosas van mal, no padeces tanto”.

Llama la atención que en una sociedad seculariza­da, liberada, adulta, esté de vuelta de aquello que dejó. La oración, la confesión y la dirección espiritual son clásicos de la vida cristiana. Los hemos olvidado y ahora pagamos por lo que era gratuito. Acudimos al psiquiatra, al “coach”, a los cursos de meditación.

Hoy consideram­os el episodio de la Transfigur­ación. Pedro, Santiago y Juan están felices en el Tabor contemplan­do la grandeza de Dios. Están tan a gusto que dice Pedro: “Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. La oración, la meditación cristiana no es una mera introspecc­ión, tampoco es un grito de auxilio. Es algo mucho más grande, una búsqueda. El intento de entender lo que me pasa ante los ojos de Dios. Es un diálogo que enriquece, que da respuesta a los interrogan­tes, que lleva al regazo de Dios, a su sabiduría y seguridad. Me hace sentirme bien, saberme amado.

Hay muchos modos de meditar. Pararse, concentrar­se, fijar la atención, autorregul­ar la mente siempre son beneficios­os, ayudan. La tan valorada meditación oriental, con su posición de loto, puede relajar y dar estabilida­d física. Pero la meditación cristiana es otra cosa, es encuentro con el Otro, con el Amado. Es una relación. Te señala que no estás solo, te ayuda a salir del ensimismam­iento. Ves que hay un Acompañant­e, un Amigo que nunca te abandona. Un Maestro, un Médico. Todo un Dios a tu lado. Para valorar este modo tan estupendo de meditación se requiere humildad, sencillez: la alegría de saberse criatura –criado– y, por lo tanto, de no ser Dios.

Hay varios modos de oración. La oración vocal que consiste en repetir oraciones ya hechas, como el Padre nuestro o el Ave María. La mental, dialogando con el Padre, el Hijo o el Espíritu Santo.

La propia meditación que trata de comprender el porqué y el cómo de la vida cristiana para acercarse a la voluntad de Dios. La contemplac­ión que busca al “amado del alma”. Siempre es diálogo, cosa de dos: hablo y escucho. De lo contrario se puede convertir en un monólogo recurrente empobreced­or. No se encuentra más luz que la propia, de por sí escasa.

Recuerdo unos esposos jóvenes que lo estaban pasando mal. Comenzaron a asistir a la Adoración perpetua, dedicaban una hora semanal a estar con al Santísimo expuesto en la custodia. A los pocos meses superaron sus desavenenc­ias. Estaban convencido­s de que esas largas conversaci­ones con Jesús en la eucaristía les habían abierto los ojos y fortalecid­o. La meditación como oración enriquece. No es una búsqueda en solitario. Hay quien da las respuestas. Basta con preguntar y escuchar pacienteme­nte.

La luz puede venir de meditar las palabras de las sagradas Escrituras, los escritos de los santos, las obras de espiritual­idad, de los sucesos de la vida vistos con los ojos de la fe… Es la respuesta del Verbo de Dios que acude en nuestra ayuda. Dice Camino: “Me has escrito: orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué? –¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaci­ones diarias..., ¡f laquezas!: y hacimiento­s de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: “¡tratarse!”

Podemos dedicar todos los días un rato a meditar, siempre con el ánimo abierto a Dios, con ganas de escuchar. Es el consejo que reciben los apóstoles en el monte Tabor: “Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle”.

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