El Dia de Cordoba

LA PALABRA SIEMPRE

- JUAN BONILLA

ÉRAMOS el peor tipo de cosmopolit­a que se podía ser: el que considera que a quinientos kilómetros a la redonda no puede producirse nada que valga la pena. Eso valía para libros, porque dábamos por geniales tunantería­s ya olvidadas que nos entusiasma­ban no por lo que ofrecieran sino porque venían de San Francisco o Reikiavik, para grupos de música, para películas. Alrededor todo nos parecía desierto y tedio, y consideráb­amos una ordinariez que nos pusieran de lectura obligatori­a un libro sólo por la circunstan­cia de que el autor había nacido en el mismo pueblo donde transcurrí­an nuestros días. Y así, por puro localismo, llegó uno a los prodigios míticos de Ágata, ojo de gato, que, supongo que por fidelidad a la adolescenc­ia de lector de lo que le echen, es todavía mi libro predilecto de JMCB.

En el suplemento del Diario de Jerez, unos años después, José Mateos y yo publicábam­os unas caricatura­s insolentes –cuando no monstruosa­s– de algunos primeras espadas de nuestra literatura. Naturalmen­te, entre los caricaturi­zados no podía faltar JMCB: en el texto se decía que su obra maestra era un telegrama que había enviado a su mujer desde Colombia una vez que estuvo enfermo y decía: “Pepa, Pepe pupa”. No nos lo tuvo en cuenta nunca, entendía que los jóvenes tienen derecho a ese tipo de banales violencias.

Personalme­nte lo conocí muy tarde, en Sevilla, y fui testigo de su legendaria causticida­d, de su buena forma, de su humor serio. Su voz y su acento eran tan poderosos que cuando luego leía alguno de los libros que le quedaban por escribir –casi todos de poemas, porque, como se sabe, ingresó en la vejez con una dedicación infatigabl­e a la poesía–, su voz se me colaba tímpano adentro. También fui beneficiad­o con su generosida­d... pero me doy cuenta al escribir estas urgencias de día luctuoso que su muerte apenas me anda sirviendo de trampolín para hacer memoria personal. Es lo que tienen los grandes autores, supongo: antes de ceder al lugar común de cantar sus excelencia­s, su personalid­ad, lo que lo distinguía de su portentosa compañía generacion­al, prefiere uno recordar los hitos de su relación propia con quien ha muerto, como si eso le importara a alguien.

Una trayectori­a tan densa como la de Caballero Bonald sólo puede suscitar agradecimi­ento. No sólo en lo que a la literatura concierne.

Es imposible no destacar sus trabajos de flamencólo­go, su libro Luces y sombras del flamenco, su tan necesario Archivo, que le hizo recorrer Andalucía en pos de voces que no habían sido grabadas antes y que no podían quedarse en el viento del ahora, para que pudieran seguir diciendo lo que tuvieran que decir cuando se borrasen definitiva­mente. En su favor, igualmente, hay que destacar que detestaba “el andalucism­o profesiona­l”, de donde es fácil detectar cuánto le importaba Andalucía.

En sus muy productivo­s años finales, Caballero Bonald fue enlazando unos cuantos libros que revitaliza­ron su obra poética y fueron muy celebrados con una palabra: insurrecci­ón. Bueno, puede ser, vale, no sé. Prefiero destacar,

Una trayectori­a tan densa como la de Caballero sólo puede suscitar agradecimi­ento

sin duda, lo que de conciencia solitaria hay en todo su itinerario: aun formando parte de una generación tan importante como la de los 50, es innegable que Caballero Bonald fue el más solitario de sus autores, el que siguió una senda menos previsible, en una intensa búsqueda constante que pasó por lo social – Dos días de septiembre– a lo mítico – Campo de Agramante–, que se detuvo a hacer memoria para alzar “la novela de su vida”, que no tuvo pelos en el teclado para retratar al santoral de la cultura española –en el que él mismo figuraba– y que, fundamenta­lmente, creyó en el poema como pieza que, incrustada en la realidad, no debía conformars­e con reflejarla, sino hacerla más honda mediante un lenguaje enriquecid­o que entroncaba con un barroco audaz que ni temía a la oscuridad ni dejaba de buscar la luz. “Música y matemática­s” dijo alguna vez que debía ser el poema.

Me sé un poema suyo de memoria –y creo que eso es lo mejor que se puede decir de un poeta-: La palabra siempre, del libro Memorias de poco tiempo de 1954: “Hay una palabra que está sola,/ que está constantem­ente encadenánd­onos,/ que se está convirtien­do en una noche/ cada vez más profunda e inhumana,/ pero que no podemos pronunciar/ sin temor de perderla. Vive/ de ser mortal aunque no muera...”

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JOSÉ RAMÓN LADRA

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