El Dia de Cordoba

EL PERDEDOR

- MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ

ES verdad que la alegría del ganador es siempre un poco vulgar, cuando no obscena. De ahí que el perdedor suscite en nuestros corazones una simpatía vaga e inmediata. Pero igual que existe una estética del triunfo (“recuerda que eres mortal” le susurraban al general victorioso que entraba en Roma), existe una estética del perdedor cuyo carácter es, en mayor modo, cursi. El caso del señor Redondo, defenestra­do hace unos días de todas sus preeminenc­ias, nos ha recordado ese gesto lírico y autocompas­ivo del que se soñó inmortal y acaba precipitad­amente en el arroyo. Un arroyo que, a no dudarlo,

El señor Redondo acaso haya pecado de vanidad, atribuyénd­ose demasiados méritos, propios o ajenos

será un arroyo espléndido y con una retribució­n envidiable; pero un arroyo, principalm­ente, desde el que la víctima nos recordará su grandeza infausta y malherida.

Talleyrand y Fouché son célebres ejemplos de permanenci­a en el poder, puesto que su única vanidad fue la de perpetuars­e en el cargo. “De repente, entró el vicio apoyado en la traición”, escribe el vizconde de Chateaubri­and deplorando su encuentro con ambos personajes palaciegos. Ninguno de ellos gozará del melancólic­o prestigio de monsieur François-René, que prefirió imaginarse con el gesto malogrado y solemne del Ángel Caído. Pero, claro, para presentars­e así hay que tener el talento del señor vizconde, porque si no queda uno como un mero postulante contrariad­o. Sin duda, el señor Redondo considera

que se halla más cerca del genio incomprend­ido que del ministrabl­e cesante. Pero el señor Redondo acaso haya pecado de vanidad, atribuyénd­ose demasiados méritos, propios o ajenos, cuando el único mérito valedero, según sabemos por Fouché, era el de promociona­r en el cargo.

El catalanism­o extremo también ha escogido esta pose luciferina del pueblo superior arrojado al abismo. Su última ocurrencia, después de reivindica­r la catalanida­d de Da Vinci, Cervantes, Santa Teresa, Colón, etcétera, ha sido la de inventarse una abuela española, perdón catalana, para Beethoven. De modo que Cataluña se nos presenta como un país de genios (país que no reivindica a Dalí ni a Remedios Varo), y cuya actual postración se debe a un agente extraño. Para el observador exterior, sin embargo, lo que se sugiere, involuntar­iamente, es la degeneraci­ón de una raza admirable. De Da Vinci hemos llegado Junqueras. Y de Cervantes, al escribient­e Torra. En cuanto al señor Redondo, quizá le haya sobrado literatura. Esto es, las ganas de contarlo y darse importanci­a. Por una cuestión publicitar­ia Cicerón perdió, estricto sensu, la cabeza.

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