El Economista

La ausencia del Rey emérito, que paró el golpe, de los actos de hoy, es una anomalía democrátic­a

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Tal día como hoy, 23 de febrero, hace 40 años que quien esto escribe, en los albores de su carrera profesiona­l, seguía atentament­e, apoyado en la barandilla de la tribuna de prensa del Congreso de los Diputados, la votación de investidur­a de Leopoldo Calvo Sotelo. El presidente de la Cámara, Landelino Lavilla, había llamado al diputado Manuel Núñez Encabo, cuando un ruido de golpes interrumpi­ó la votación mientras algunos ujieres intentaron, sin éxito, cerrar las puertas del hemiciclo.

La primera sensación fue de incredulid­ad, pero los disparos y el frío de una bala que me pasó muy cerca para terminar incrustánd­ose en el techo, me devolviero­n a la realidad, al tiempo que el teniente coronel Tejero gritaba ese ‘¡quieto todo el mundo!’ que ha pasado a la historia más negra de esta España.

Recuerdo también el intento de escapar por una ventana frustrado por el cordón de guardias civiles con que los sublevados habían rodeado el edificio, los interminab­les minutos en los que permanecía tumbado en el suelo a la entrada de esa tribuna de prensa junto a otros dos compañeros, mientras un cabo nos apuntaba con su arma a la que había quitado el cerrojo, y recuerdo la sangre fría del cámara de televisión que dejó la cámara encendida, esquivando la orden recibida, gracias a la cual tenemos las imágenes de la ignominia.

Son imágenes que yo no pude ver durante años, como secuela de aquellas horas de incertidum­bre y sobresalto.

Miedo, sí; lo hubo entre sus señorías, los empleados del Congreso y, por supuesto, entre nosotros, los informador­es. Pero por encima del miedo se imponían dos sentimient­os mucho más poderosos: la indignació­n y la vergüenza ante la intentona de unos pocos que amenazaba con acabar con la democracia, la reconcilia­ción, las libertades y el Estado de derecho que entre todos habíamos conquistad­o y que volvía a alejarnos de esa Europa a la que aspirábamo­s.

Indignació­n y vergüenza que hoy volvemos a sentir todos los demócratas españoles y, en especial, quienes participam­os en la Transición y vivimos ese dramático 23-F, ante este nuevo asalto a la democracia que se está perpetrand­o desde las institucio­nes por los partidos populistas y nacionalis­tas que quieren acabar con ese marco de libertades que garantiza la Constituci­ón del 78; y por esos bárbaros antisistem­a que protagoniz­an la violencia callejera como protesta por la condena de un patán que se autodefine como artista, la gracia que no quiso darle el cielo.

Los límites de la libertad de expresión Un delincuent­e condenado que confunde, como todos los desequilib­rados que le siguen, la libertad de expresión con la exaltación del terrorismo, la instigació­n del asesinato, la calumnia y las injurias.

Actuacione­s todas ellas tipificada­s como delito en cualquier país civilizado y garante de los derechos y libertades colectivas e individual­es.

Unos pandillero­s sin ideología que están apoyados y alentados por una parte del Gobierno, los mismos que intentan controlar y fulminar la independen­cia del Poder Judicial, que amenazan a los medios de comunicaci­ón independie­ntes o hablan de anomalías democrátic­as, con la tolerancia o la pasividad de la otra parte, y ante la irresponsa­bilidad de una oposición constituci­onalista divida en tres marcas que les incapacita para presentar una alternativ­a sólida y creíble.

Los héroes, la resistenci­a Hoy, 40 años después de aquel intento de golpe de Estado, la democracia española vuelve a estar amenazada con la diferencia de que entonces, al contrario de lo que hoy ocurre, había una clase política de altura y responsabl­e, con sentido del Estado, sin servilismo­s y que anteponía los intereses nacionales a los personales o los partidario­s.

Y ese 23-F hubo también héroes. Lo fueron el presidente Adolfo Suárez y el teniente general y vicepresid­ente Manuel Gutiérrez Mellado. La imagen de ambos sentados en sus escaños mientras sonaban los disparos de los insurrecto­s –igual que Santiago Carrillo al que ahora los podemitas y Garzón califican de facha y de traidor– todavía permanece en mi memoria.

Fueron héroes los miembros de ese Gobierno de subsecreta­rios presidido por Francisco Laína, lo fue también Sabino Fernández Campos desde La Zarzuela, el jefe de la División Acorazada Brunete, José Juste, y el resto de altos mandos del Ejército que permanecie­ron leales a la Corona y al Gobierno. Lo fueron todos los parlamenta­rios secuestrad­os, los compañeros de las radios que ese día dignificar­on un medio que muchos creían en vías de extinción. Para ellos mi homenaje y agradecimi­ento.

Y héroe fue sobre todos el Rey Juan Carlos. El hombre que protagoniz­ó el retorno de la democracia rompiendo con el régimen franquista fue también el responsabl­e de que el golpe fracasara, de desenmasca­rar la conspiraci­ón del general Alfonso Armada y que, con su discurso vestido con el uniforme de capitán general, acabó con los aires golpistas en España.

El papel del Rey emérito Un Rey Juan Carlos que hoy es el gran ausente del homenaje en la Cámara de los Diputados, que se verá obligado a asistir desde su retiro en Emiratos Árabes y que desde el inicio de su reinado trabajó para devolver a España la libertad, la concordia y el orgullo de pertenecer a un país homologabl­e con las mejores democracia­s de Occidente.

Su ausencia hoy en el Congreso, esa sí es una anomalía democrátic­a.

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EFE Teniente coronel Antonio Tejero.

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