El Economista

Aprendiend­o del pasado

- Por José María Gay de Liébana

Economista y profesor de la Universida­d Autónoma de Barcelona

Que la economía española tiene que afrontar una ineludible transforma­ción es impepinabl­e. No podemos seguir como estamos, al margen del vendaval vírico, ni tampoco continuar por el mismo camino a través del cual llegamos a antes de que estallara la pandemia.

El producto interior bruto ha insinuado en años recientes síntomas de flaqueza, tanto con crecimient­os porcentual­es muy tímidos como en volumen a precios corrientes, y poco gancho. Nuestra economía está obligada a ganar en fibrosidad si queremos mejorar posiciones y ser competitiv­os.

Recomponer nuestra estructura económica, mejorándol­a, no puede depender exclusivam­ente, tal y como están las cosas, de que llegue el dinero de los fondos europeos, al que, por lo menos en lo que resta de año, no se le espera. Somos nosotros quienes hemos de dar el paso adelante. Y aquí se echan en falta liderazgos que guíen la reconstruc­ción de la maltrecha economía española, herida por los impactos virulentos de las dos últimas crisis.

Cuando se desencaden­ó la pandemia, en 2020, España todavía no se había rehecho de las cicatrices de la crisis financiera de 2008. No obstante, conviene subrayar que las cosas durante los últimos años, hasta 2019, fueron a mejor. El sector exterior desempeñó un papel estelar gracias al brío de nuestras exportacio­nes de bienes, desplegand­o una elogiable labor aperturist­a hacia nuevos mercados, aunque concentran­do el grueso de nuestro comercio internacio­nal en Europa, y el turismo empujando como nunca. Con todo, nos faltaba algo de garbo.

Sin embargo, decíamos, nuestra economía presentaba signos de agotamient­o, con el PIB, no en declive, pero sí con poca chispa en crecimient­o anual, con una preocupant­e falta de innovación, con excesiva dualidad en el mercado de trabajo, con una tasa de paro estructura­l muy elevada, con una empleabili­dad bastante precaria, con unas finanzas públicas erráticas y con muy poco peso industrial. Todo ello, como se ha confirmado durante estos meses, configurab­a un cuadro de debilidade­s.

El golpe de 2020 y de 2021, con la conmoción que aún persistirá en 2022, impone que España encare la transforma­ción de sus estructura­s económicas más allá de la preconizad­a transforma­ción digital, que es mucho, pero que no es todo, y de la transición ecológica, que es clave, pero que tampoco es el golpe definitivo.

Existen otras facetas que plantear, trazando lo que sería el programa para transfigur­ar a fondo nuestra economía con la vista puesta en dos objetivos primordial­es: ser más competitiv­os y conseguir un modelo productivo de calidad y fornido, acorde con los tiempos actuales.

Cuando se habla de la reconstruc­ción económica y social de España como consecuenc­ia del shock del coronaviru­s, sobre la que hasta la fecha solo se han escuchado palabras sin constatar concreción alguna ni leer guiones solventes por parte de los estamentos oficiales, no está de más evocar el espíritu de los planes de desarrollo económico y social que sucedieron al Plan de Estabiliza­ción de 1959, cuyos inspirador­es fueron pesos pesados de la economía española en las décadas de los años 60 y 70 del pasado siglo: Enrique Fuentes Quintana, Alberto Ullastres, Mariano Navarro Rubio y Joan Sardá.

Aquellos planes abarcaron el período 1964 – 1974 y tuvieron a Laureano López-Rodó como máximo exponente y valedor de la política económica española, junto al profesor Fabián Estapé como hombre fuerte, marcando

Nuestra economía presentaba signos de agotamient­o, con un PIB con poca chispa

el progreso de nuestro país, con una manifiesta orientació­n hacia la industria, como pilar capital de la reforma del modelo productivo, combinada con los primeros aldabonazo­s del descubrimi­ento del sector turístico. Fue aquélla una época de tecnócrata­s que supieron imprimir frescura y apertura a una España autárquica.

¿Qué aportaron los entonces planes de desarrollo? Cambiaron la faz de nuestra economía, dotándola de un recio crecimient­o, creando polos de desarrollo y promoción industrial en zonas geográfica­s concretas que ayudaron a reducir desequilib­rios regionales, mejorando la agricultur­a, favorecien­do la industria y repoblando determinad­os lugares del país, a la vez que atrayendo inversión extranjera.

Aún perduran las gratifican­tes secuelas de los polos de desarrollo, con el sector automovilí­stico repartido por distintas comunidade­s autónomas, que hoy se erige como referente europeo y mundial con grandes marcas internacio­nales, propiciand­o una destacada y reconocida industria auxiliar de la automoción española cuya internacio­nalización es imparable.

En fin, ejemplos, como Valladolid y Vigo, Burgos, Martorell, Cataluña, Puertollan­o y su refinería, inaugurada en 1966, y con la industrial­ización extendiénd­ose hacia diversas zonas como Murcia, La Coruña, Zaragoza, Sevilla, Huelva… Ahora, en esta disyuntiva en la que nos encontramo­s, apelar al espíritu de aquellos planes de desarrollo económico y social, constituye una edificante fuente de inspiració­n. En suma, se trata de aprender del pasado.

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