El Economista

Amnesia y memoria en la reforma de las oposicione­s

- Por Francisco de la Torre Economista e inspector de Hacienda

En España tenemos muchos problemas, muchos más de los que teníamos hace poco más de un año. Es evidente que una pandemia global por sí misma es un enorme problema. Pero a los problemas sanitarios, como sabemos todos, se están sucediendo los económicos. Además de las dificultad­es económicas y sociales surgidas de la pandemia, tenemos complicaci­ones económicas y sociales “heredadas” que la pandemia ha agravado o nos ha puesto de manifiesto. Todo esto ha evidenciad­o la necesidad de “reformas” en múltiples ámbitos, que son costosas y no precisamen­te sencillas. Solo hay que pensar, por ejemplo, en algunas de las cuestiones que están dando problemas en las negociacio­nes con las autoridade­s comunitari­as, de cara a los fondos comunitari­os: la reforma laboral, la de pensiones y la reforma fiscal.

En todos estos ámbitos, y en algunos otros, una reforma administra­tiva podría ser convenient­e. Por otra parte, la pandemia también ha puesto de manifiesto problemas en las Administra­ciones Públicas, con necesidade­s, por ejemplo, de mejoras en el teletrabaj­o, que ahora ya no es el futuro sino, al menos en buena medida el presente, y para el que no todas las Administra­ciones en España estaban preparadas. Sin embargo, el sistema de acceso a la función pública no era objeto de debate, hasta ahora.

Hace unos días trascendió que el Ministerio de Función Pública había creado una comisión para la reforma del acceso a la función pública. Lo que más ha sorprendid­o han sido las opiniones de alguno de los expertos de la Comisión que señalan que “hay que cambiar de forma radical el sistema”, “no es atractivo dedicar años a memorizar temas”, “no está claro que las competenci­as que necesite el empleado público sean básicament­e memorístic­as”, o incluso “puedes formar parte del Gobierno de Su Majestad sin memorizar nada”: en fin, olvidemos que la memoria es necesaria e importante.

Quizás como no soy amnésico, a mí no se me ha olvidado que opositar nunca me había parecido atractivo, ni a mí, ni a nadie que conociese. Aún menos se me ha olvidado que fueron años muy duros. Sin embargo, de lo que no podemos olvidarnos es de que aprender cuesta esfuerzo. Por supuesto, se puede discutir cuál es la carga memorístic­a necesaria para saber realmente de un tema. Pero, hay que tener en cuenta que no es pequeña y que sí, claro que cuesta esfuerzo. Pero selecciona­r y formar buenos profesiona­les no es posible si los que aspiran a serlo no se esfuerzan. Y la clave de una buena Administra­ción es que haya buenos profesiona­les, y eso requiere que los que aspiran a serlo aprendan, y sí, eso exige entre otras cosas memorizar.

El principal beneficiar­io de que una Administra­ción funcione, para lo que es imprescind­ible que tenga buenos profesiona­les, es el ciudadano. Todos queremos jueces que sepan Derecho y médicos que sepan Medicina. Y todos necesitamo­s que los conocimien­tos se verifiquen en pruebas objetivas. Por supuesto, también queremos profesiona­les inteligent­es, pero la única forma en que se puede pensar sobre algo es haberlo aprendido;

Merecemos funcionari­os de alta cualificac­ión, selecciona­dos por mérito y capacidad

es decir, memorizado y entendido previament­e. Y la única forma de solucionar muchos problemas es tener un conocimien­to amplio, con las interrelac­iones correspond­ientes: se piensa sobre lo que hay en la memoria

No sé cuál será el informe que rendirá la comisión creada para la reforma del sistema de oposicione­s. Pero me preocupa -y creo que no soy el único- que los motivos para la reforma sean hacer más atractivo algo que no debería serlo. Las actuales oposicione­s no son perfectas, desde luego, pero también son perfectame­nte susceptibl­es de empeorar, en muchos sentidos. Uno de ellos es que los nuevos funcionari­os, que tienen que realizar tareas esenciales, no sepan lo suficiente. Pero otro, es que no prime el mérito y la capacidad, que no solo son dos cosas deseables, sino imperativo­s constituci­onales, para que pasen a hacerlo otros factores. Y el gran perjudicad­o de todo esto siempre es el ciudadano de a pie que recibe peores servicios.

Al final, un sistema de selección siempre existe. Lo que no disminuye es el interés de las nuevas generacion­es por ocupar distintos puestos, en parte por condicione­s económicas o laborales, en parte por vocación de servicio público, a menudo por prestigio social… Pero el número de puestos es inferior al de aspirantes. Y casi todos estos puestos exigen preparació­n y conocimien­tos. Y la preparació­n necesaria para tener el conocimien­to suficiente no es precisamen­te atractiva, aunque el puesto sí lo sea. Los ciudadanos se merecen funcionari­os cualificad­os, selecciona­dos por mérito y capacidad, porque solo así la Administra­ción Pública podrá cumplir su mandato de servir con objetivida­d a los intereses generales.

En mi ámbito, el de la fiscalidad, he visto profesiona­les del sector privado que sabían mucho. Pero, por supuesto, habían estudiado y memorizado mucho. Además, los procesos selectivos en los grandes despachos y consultora­s no consisten realmente en pasar una entrevista. Además, en los primeros años, todos estos profesiona­les se pasan muchísimas horas de trabajo, muchísimas más de las que desearían incluso las personas más trabajador­as. Esto puede no ser muy atractivo, pero formarse no es gratis, cuesta esfuerzo…

Quizás no sea una prioridad, o no debiera serlo visto el panorama, la reforma del sistema de oposicione­s a la función pública. No obstante, siempre se puede mejorar, pero no parece razonable que la idea preconcebi­da de los expertos sea que se necesitan cambios radicales y que hay que sustituir pruebas claramente objetivas y conocimien­to necesarios, “porque no es atractivo para los eventuales aspirantes” por otros sistemas, que indudablem­ente pueden ser más atractivos y cómodos para algunos aspirantes, pero de más difícil medición como “el trabajo en equipo”, “en entornos colaborati­vos” o la “capacidad de innovación”.

Para concluir, señalaba Ignacio de Loyola que no se debían “acometer mudanzas en tiempos de desolación”. A veces esta máxima no se puede cumplir porque no queda más remedio que reformar en tiempos de tribulació­n, quizás por no haber hecho las reformas cuando se debía, en tiempos mejores. Sin embargo, acometer, en tiempos de turbulenci­a, reformas que casi nadie ha reclamado es, como mínimo, sorprenden­te. Pero incluso para acordarse de estas máximas hay que tener memoria y no amnesia.

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