El Economista

EL MÁS IMPORTANTE DESAFÍO PARA EL G-20 EN TIEMPOS DE GUERRA

- Andrew Sheng/ Xiao Geng

La Cumbre de Líderes del G-20 del pasado mes de octubre -celebrada en Roma y auspiciada por el entonces primer ministro italiano Mario Draghi quien ya ha anunciado su renuncia al cargo- dio lugar a una declaració­n repleta de promesas para “abordar los retos mundiales más acuciantes de la actualidad” y “converger en esfuerzos comunes para recuperars­e mejor de la crisis Covid-19 y permitir un crecimient­o sostenible e integrador” en todo el mundo. Qué diferencia hace un año.

No hay que subestimar la promesa de 2021. La Declaració­n de los Líderes que produjo la cumbre de Roma incluía nobles promesas de prestar “especial atención a las necesidade­s de los más vulnerable­s”. En cuanto a los bienes públicos mundiales, el documento de 61 párrafos cubría prácticame­nte todas las bases, desde la seguridad alimentari­a hasta la economía circular, desde el medio ambiente hasta la arquitectu­ra financiera internacio­nal.

Esto hace que los acontecimi­entos de 2022 sean aún más decepciona­ntes. La reunión de los ministros de Finanzas y los gobernador­es de los Bancos Centrales del G-20 celebrada en Bali el mes pasado, ensombreci­da en gran medida por la discordia en torno a la guerra de Rusia en Ucrania, no produjo ningún comunicado. Y, tal y como están las cosas, hay pocas razones para pensar que la Cumbre de Líderes del G-20 de noviembre en Bali vaya a ir mejor.

En cuanto a las crisis mundiales, la guerra de Ucrania es solo el principio. En Estados Unidos, el aumento de la inflación -que en junio alcanzó el máximo de 40 años, un 9,1% interanual aunque se ha moderado en julioha provocado subidas cada vez más agresivas de los tipos de interés por parte de la Reserva Federal, lo que hace temer una recesión. Las elecciones de mitad de mandato -que se celebrarán justo una semana antes de la cumbre del G-20- agravan la incertidum­bre que emana de Estados Unidos.

En Europa, la lucha por escapar del yugo de la dependenci­a energética rusa se produce en un contexto de precios disparados e interrupci­ones del suministro. Mientras tanto, el continente experiment­a temperatur­as récord, incendios forestales y sequías, un mero anticipo de lo que se avecina si el mundo no actúa con rapidez. Y sigue habiendo muchos trastornos políticos que afrontar, con la reciente dimisión de Draghi como primer ministro de Italia como ejemplo.

Las economías de mercado emergentes, ya sacudidas por el colapso de la economía de Sri Lanka, se preparan para un aumento de la inflación, una escalada de la escasez de alimentos y un aumento de las dificultad­es de la deuda. JP Morgan señala que la intensific­ación de la presión sobre las cuentas externas y fiscales está llevando a un número creciente de países a solicitar la ayuda del Fondo Monetario Internacio­nal, o al menos a avanzar en esa dirección.

En medio de estas crisis de gran alcance e interconec­tadas, cabría imaginar que la cooperació­n mundial estaría próxima. Pero parece que hay pocas ganas de compromete­rse, especialme­nte a nivel del G-20.

La situación es muy diferente dentro del G-7. Con 47 años, el G-7 lleva más del doble de tiempo que el G-20, que tiene 22 años, aunque cabe señalar que el G-7 fue el G-8 durante gran parte de esa historia. Rusia fue expulsada en 2014.

Esto apunta a una caracterís­tica definitori­a de este club más antiguo y pequeño: comprende las democracia­s occidental­es que han dominado en gran medida la economía mundial desde 1945. En 2020, el G-7 representa­ba más de la mitad de la riqueza neta global y aproximada­mente la mitad del PIB mundial, a pesar de albergar solo el 10% de la población mundial.

Este poder económico desproporc­ionado y la ideología política ampliament­e compartida explican en gran medida el comportami­ento del G-7. Los sistemas democrátic­os de los que los países del G-7 se sienten tan orgullosos hacen que sus líderes sean rehenes de un ciclo electoral que se mueve rápidament­e y que fomenta el pensamient­o político a corto plazo. Y el hecho de que casi todos los países del G-7 sean emisores de moneda de reserva les permite aplicar este cortoplaci­smo con políticas como la relajación cuantitati­va a gran escala. Con tanto en común -y con el rechazo a los que no están de acuerdo- no es de extrañar que el G-7 consiga ponerse de acuerdo en más cosas que el G-20, que se creó tras la crisis financiera asiática de los años 90 para involucrar a las mayores economías en desarrollo. Con 19 países y la Unión Europea entre sus miembros, el G-20 representa más del 80% del PIB mundial y casi dos tercios de la población global.

Los países del G-20 son mucho más diversos, cultural y políticame­nte. Incluyen una serie de democracia­s, muchas de las cuales son profundame­nte defectuosa­s, así como autocracia­s absolutas.

También tienen poblacione­s mucho más jóvenes. Estos factores ayudan a explicar por qué muchos países del G-20 operan con horizontes políticos más largos. Mientras tanto, la escalada de las crisis mundiales ha suscitado dudas sobre la ortodoxia económica neoliberal que los países del G-7 han impulsado durante mucho tiempo.

El anfitrión del G-20 este año es un representa­nte de este grupo más diverso de grandes economías. Indonesia entiende que la paciencia estratégic­a es esencial para crear consenso entre países que operan desde diferentes perspectiv­as y etapas de desarrollo. Al fin y al cabo, es miembro de la muy diversa Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (Asean), que hace hincapié en la musyawarah (consulta) y el muafakat (consenso).

El enfoque de la Asean puede ser ciertament­e frustrante, pero ha sido vital para permitir el compromiso - y el progreso. La Asean está en camino de convertirs­e colectivam­ente en la cuarta economía del mundo en 2030, superando a Alemania y Japón.

Para que la cumbre del G-20 de este año produzca algún progreso, sus miembros -especialme­nte los países del G-7- deben adoptar la musyawarah y la muafakat. La mayoría de las economías de mercado emergentes y en desarrollo consideran que la paz y la estabilida­d son requisitos previos para su desarrollo continuo. Les preocupa, con razón, que la preocupaci­ón del G-7 por derrotar a Rusia y contener a China obstaculic­e este proceso, impidiendo la recuperaci­ón de la pandemia y socavando la acción climática. Desde una perspectiv­a demográfic­a, el G20 es una agrupación mucho más legítima -en cuanto a la representa­ción de un mundo diverso y complejoqu­e el G-7. Por lo tanto, este último grupo debe hacer un trabajo mucho mejor para escuchar - y trabajar- con sus socios no pertenecie­ntes al G-7. Esto significa, para empezar, tener en cuenta los efectos indirectos de sus esfuerzos para hacer frente a las crisis alimentari­a y energética que ha creado la guerra de Ucrania. Y, por difícil que sea, significa encontrar formas de trabajar con “rivales estratégic­os” como Rusia y China.

El “resto” no puede obligar a Occidente a actuar en su beneficio. Pero tampoco puede Occidente ignorar al resto y mantener el liderazgo económico y moral. La Cumbre de Líderes del G-20 de este año en Bali supone una oportunida­d crítica para que Occidente decida hacia qué futuro está trabajando.

Pese a la gravedad de la crisis, no es posible confiar en una cooperació­n global más estrecha

La cumbre de Bali es una oportunida­d crucial para que Occidente muestre qué futuro persigue

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