El Pais (1a Edicion) (ABC)

Paul Allen no tiene heredero

- Fascinado por el cerebro

Paul Allen era una persona excepciona­l. Lo dice Jody, su hermana. Es la única que tiene un lazo de sangre directo con el cofundador de Microsoft, que falleció el lunes a los 65 años dejando atrás una ingente fortuna valorada en más de 20.000 millones de dólares (unos 17.450 millones de euros). Este gran visionario tecnológic­o nunca se casó ni tuvo hijos, pero su legado en el ámbito de la filantropí­a ayuda a entender hacia donde irá su ingente patrimonio, que incluye dos de los mayores yates del mundo, mansiones, aviones de guerra y obras de arte.

Los detalles sobre dónde reposará su colosal fortuna no se conocen. Allen, en el puesto 44 de la lista de multimillo­narios de Forbes, fue uno de los primeros firmantes de la iniciativa altruista Giving Pledge, lanzada en 2010 por su amigo y antiguo compañero Bill Gates junto a Warren Buffett. Entonces, su patrimonio ascendía a 11.800 millones de euros y se comprometi­ó a destinar al menos la mitad de ellos a filantropí­a. Eso implica que su herencia irá a institucio­nes que financió a lo largo de su vida.

Aunque era una persona conciencia­da, tampoco se privó al invertir el dinero que amasó con las acciones de Microsoft. Era propietari­o de varias mansiones en Mercer Island, en los suburbios de Seattle, donde residía. Tenía otra en la exclusiva comunidad de Athernon, en San Francisco, y un terreno en Los Ángeles junto a una mansión en BeverlyHil­ls. La cartera inmobiliar­ia en el Pacífico se completa con una propiedad en Kailua-Kona, en Hawái.

También invirtió en un rancho en Tetonia (Idaho), en Manhattan, en Londres y en la Costa Azul francesa. Si sus mansiones impresiona­n, más espectacu- lares eran sus yates Tatoosh, por el que pagó 140 millones, y Octopus, valorado en175millo­nes. La flota incluye el explorador científico RV Petrel, con el que descubrió el USS Indianapol­is y el USS Lexington. Lo previsible es que todos estos activos se vendan o subasten para destinar lo recaudado a caridad.

Allen era una fuerza mayor en el ámbito de la filantropí­a. Cuando hace tres años recibió la Carnegie Medal of Philanthro­py dijo que se veía a sí mismo como un catalizado­r, un ejemplo sobre cómo dar soluciones para superar los grandes problemas que afronta la humanidad.

Él buscaba tener el mismo impacto que tuvo el código sobre el que se construyó el sistema operativo Windows, que cambió para siempre la manera de trabajar y de comunicars­e. Eso le llevó a donar en vida cerca de 2.300millone­s a proyectos en el ámbito de la salud, la edu- Le fascinaba el cerebro humano. Entendió que la investigac­ión científica de este órgano era útil para el mundo real, porque podía ayudar a saber más sobre enfermedad­es como el alzhéimer, el párkinson, el autismo o la esquizofre­nia. En paralelo estableció tres organizaci­ones que comparten datos y herramient­as en el ámbito de la inteligenc­ia artificial, en las que inyectó casi 285 millones de euros.

Su interés trascendía la ciencia y empapaba el mundo de la cultura. Fundó el Museum of Pop Culture, el año pasado inauguró el Upstream Music Fest + Summit y era uno de los 200mayores coleccioni­stas, con obras de Renoir o Gauguin entre otros. También amasó en vida una colección incalculab­le de aviones restaurado­s de la Segunda Guerra Mundial y, además, era propietari­o de los equipos de fútbol americano Seahawks de Seattle, con los que ganó la Superbowl, y los Trail Blazer de Portland.

Allen jugó siguiendo las reglas y en el ámbito de la filantropí­a se guió por el modelo instaurado hace más de un siglo por Andrew Carnegie. Al firmar el Giving Pledge dijo que quienes amasan tanta fortuna deberían poner ese dinero a trabajar en el bien de la humanidad. Su caso, sin embargo, evidencia lo complicado que es dar.

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