Un viejo ídolo fantasma
Hurst dio a Inglaterra la mayor alegría futbolística de su larguísima historia. La única hasta la fecha.
Los textos rememorativos pierden toda la gracia si uno consulta Internet y rellena allí sus lagunas, así que este lo fío a mis imprecisos recuerdos, y cuanto en él diga será aproximativo. Creo que del Mundial de 1958 oí hablar algo, pero cuando ya había pasado. En cambio, del siguiente, el de 1962 en Chile, estuve ya pendiente en la medida escasa de mis posibilidades. Había entonces pocas televisiones y desde luego no la había en mi casa, tampoco me suena que se retransmitieran los partidos por ese medio. Sí por la omnipresente radio, y me veo, aún con 10 años, oyendo a horas raras los que disputó la selección española, en la que se confiaba bastante porque en ella figuraba Di Stéfano, y los madridistas estábamos acostumbrados a que con Don Alfredo en el campo no se perdía nunca o casi nunca, una fe parecida a la de los culés actuales con Messi (por eso quedaron anonadados tras la derrota ante la Roma 3-0: eso no era posible): Pero España era peor que el Madrid. En la fase de grupos creo que se ganó un encuentro y se perdieron dos, contra Brasil y Checoslovaquia, justamente los países que alcanzaron la Final. Los niños nos consolábamos con cualquier cosa, y ese fue nuestro consuelo: no habíamos llegado más lejos porque en primera instancia nos había tocado enfrentarnos a los dos mejores equipos del campeonato, así que, en cierto sentido, habíamos sido terceros: “sólo” habíamos caído ante el campeón y el subcampeón.
Pero el primer Mundial del que guardo imágenes en movimiento fue el de Inglaterra en 1966. La televisión ofreció unos cuantos partidos en blanco y negro, desde luego los de España, y la novedad hizo aumentar la excitación general y la sensación de hallarnos ante un Gran Acontecimiento. Comprenderán que, 52 años más tarde, mi memoria sea vaga. Sé que causó gran impresión Portugal, que todavía contaba con el incomparable Eusebio, y me suena que nuestros vecinos vencieron a alguien por 5-3, un resultado espectacular hasta para aquellos tiempos pródigos en goles. Asimismo resuenan en mis oídos los ecos del monstruoso cataclismo: ¿puede ser que Corea, todavía más parvenue que ahora, eliminara a Italia por 0-1? No sería de extrañar: Italia siempre se ha caracterizado por su melodramatismo: triunfos heroicos (como el de 1982 en España) y descalabros monu- mentales (como el de la presente edición, en la que, ay, ni siquiera compite, para desgracia suya y de todos). En cuanto a nuestra selección, mi memoria apunta que perdimos contra Argentina y Alemania y que ganamos in extremis a Suiza. En este partido sobresale un gol milagroso que permanece en la vieja retina: el defensa Sanchis, muerto hace poco y padre del otro Sanchis de la Quinta del Buitre, recorrió todo el campo regateando rivales a trompicones, con las medias bajadas, se plantó ante la portería suiza y alojó allí el balón que nos daba una esperanza. Si ese gol lo hubiera marcado Maradona, aún lo veríamos repetido infinitas veces y aún se hablaría de él.
Y claro, cómo olvidar la famosa polémica Final, vista en directo: por razones obvias, iba con Inglaterra frente a Alemania. Allí jugaban los grandes Bobby Moore, Bobby Charlton, Peters y tal vez el novedoso lateral Nobby Stiles. Ganaba 2-1 cuando Alemania, en el último suspiro como suele hacer, empató a 2. Prórroga emocionante, y en ella el célebre gol fantasma de Geoff Hurst, que metió tres – tres– en esa Final. Ahora se asegura que el balón no traspasó la línea tras pegar en la escuadra, pero yo lo vi dentro entonces, lo grité como gol inequívoco, quién sabe si por parcialidad (sólo habían transcurrido 20 años desde el término de la Segunda Guerra Mundial). Fuera o no lícito el tanto, la gente olvida que el resultado no fue 3-2, sino 4-2. Hurst era un delantero de buena planta, rápido, hábil y bastante elegante, máximo artillero de la competición si no me equivoco. Pero militaba en el West Ham londinense, que casi nunca tuvo proyección internacional. Durante unos meses se convirtió en mi ídolo, pero es difícil que los ídolos perduren si son fantasmas y uno ya no los vuelve a ver. Ignoro si en su país tiene alguna estatua. Si no es así, se la merece: dio a Inglaterra la mayor alegría futbolística de su larguísima historia. De hecho, la única hasta la fecha. Porque cuesta lo indecible ganar un Mundial. Las novísimas generaciones españolas, que han asistido a los triunfos en Sudáfrica y en dos Eurocopas recientes, no lo saben o lo han olvidado. A lo más que aspirábamos entonces, en 1962 o en 1966, y durante muchos cuatrienios más, era a sobrevivir a la primera fase de grupos y a no hacer demasiado el ridículo. Tiempos duros aquellos, tiempos también modestos, sin Di Stéfano o con él.