El Pais (Madrid) - Icon Design
CARTA DEL DIRECTOR
Cualquier ciudad posindustrial con pasado glorioso y presente incierto comparte en un momento u otro la misma tentación: contratar a un arquitecto estrella (pongamos, Frank Gehry) para que le diseñe un museo-institución de categoría mundial (por ejemplo, el Guggenheim) y sentarse a esperar y ver cómo su economía florece a través de la cultura. ¿La bilbainada definitiva? Lo llaman “el ansiado efecto Guggenheim”. Y ha alcanzado en los últimos años tintes cómicos.
Chris Michael, un periodista de The Guardian, relataba en cierta ocasión una conversación que mantuvo con Tomasz Kacprzak, presidente del consejo municipal de Lodz, la tercera ciudad más poblada de Polonia. En ella, el regidor le contaba con orgullo cómo se había reunido con el propio Gehry no para pedirle que creara para la urbe un equipamiento similar, una variación sobre el mismo tema arquitectónico, sino para que les replicara exactamente el mismo edificio bilbaíno, ¡panel de titanio por panel de titanio! La única diferencia, aclaraba Kacprzak, quién sabe si para tranquilizar la conciencia del arquitecto, sería su uso: los polacos no buscaban un museo, sino una sala de conciertos. En tal caso y puestos a clonar: ¿por qué no hacerlo con otra de las obras emblemáticas del proyectista estadounidense, el auditorio Walt Disney de Los Ángeles?
“En Europa y Norteamérica todas las ciudades quieren tener un espacio así. Se ha convertido en un cliché del desarrollo urbano y el crecimiento hasta un extremo perverso”, me reconoce Thomas Heatherwick en una entrevista que publicamos en este tercer número de ICON DESIGN (página 116). El diseñador británico es el responsable del espectacular Zeitz MOCAA, el primer museo de arte contemporáneo africano del mundo, que abrió sus puertas el pasado septiembre en Ciudad del Cabo y que, pese a seguir indisimuladamente el modelo bilbaíno, pretende también impulsar a los jóvenes creadores del continente y poner freno a la diáspora de artistas que África ha sufrido en las últimas décadas. Es decir, recuperar la función original del Guggenheim de Bilbao: regenerar el tejido de la ciudad y alimentar la cultura, no colocar una tienda de lujo en medio de un barrio a medio hacer, como muchos lo han entendido. ¿Por ejemplo? Los promotores de la sucursal del Louvre Abu Dhabi, que se yergue en medio del desierto en, precisamente, un barrio a medio hacer en el emirato. Se llama Isla de la Felicidad (Al Saadiyat) y aguarda la (hoy improbable) finalización de otros proyectos de postín: un museo nacional (proyectado por Norman Foster), un centro para las artes escénicas (Zaha Hadid) y sucursales de la Universidad de Nueva York y, ejem, el Guggenheim (Gehry).
Está por ver qué sentido tendrán todas esas cosas ahí puestas. Pero el riesgo de entender la arquitectura como un mero solucionador de problemas de imagen, un atajo rápido al éxito planetario, es alto. Ya nos lo advirtió en un aparte de la entrevista que publicamos en la página 94 el galerista Marc Benda: “Vivimos tiempos en los que el PIB de algunos países es inferior a la fortuna de algunos individuos, pero al mismo tiempo encargan a starchitects proyectos millonarios que no tienen mucha utilidad”.
Queremos creer que el ejemplo de Heatherwick lo es también de una tendencia a primar el producto local sobre la uniformidad del género importado. También, que ya es hora de admitir, 20 años después de su inauguración, que el sueño del efecto Guggenheim produce monstruos como el Palacio de Congresos de Oviedo, de Santiago Calatrava, un engendro con forma de OVNI del que parecen a punto de salir una legión de violentos alienígenas dispuestos a tomar por las malas la ciudad asturiana. No solo lo digo yo. La portada del libro de Llàtzer Moix Queríamos un Calatrava: viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio (Ed. Anagrama) resume, con una amenazadora imagen del proyecto, el conflictivo sentir popular sobre él.
Por suerte, las noticias que llegan últimamente desde ese planeta llamado arquitectura no resultan tan hostiles y parecen hablar de una vuelta a la cordura. Ahí está el último premio Pritzker al indio Valkrishna Doshi o la tendencia cada vez más recurrente a remodelar, a rehacer lo ya existente, en lugar de a construir de cero.
Porque efecto Guggenheim puede que no haya más que uno, aunque, como dice el chiste, los de Bilbao puedan nacer en cualquier parte.