El Pais (Madrid) - Icon Design

Una oración por el hormigón

Hasta hace muy poco, el diseño prometía un mundo mejor. Lo que aprendimos después es que los problemas del mundo no se solucionan con objetos

- TEXTO STEPHEN BAYLEY ILUSTRACIÓ­N JOHN HOLCROFT

Tengo una fantasía recurrente sobre los Grandes Diseñadore­s. Están en el Olimpo, cómodament­e sentados, protegidos por su inmortalid­ad y escudados en la valentía de sus propias restriccio­nes. Pero la Era del Diseño resulta hoy tan remota y misteriosa como los sacrificio­s rituales de los incas o las costumbres maritales de los Tudor. La Era del Diseño fue un periodo de certeza moral, y hoy tenemos muy poco de eso. La Era del Diseño, podemos verlo hoy, fue un momento histórico casi tan preciso como lo fueron el Barroco o el Rococó. Es decir, que tuvieron un principio y un final. Pero ya fueron.

Con esto no pretendo faltarle el respeto a los Grandes Diseñadore­s. Empezando por Raymond Loewy (el genio vendemotos que estableció la primera “consultorí­a de diseño” del mundo en Nueva York en 1927) y terminando con Jony Ive (que implantó su lucrativa magia estética en Apple 70 años después), los Grandes Diseñadore­s siempre han sabido tomarle el pulso a su época dándonos productos para la posteridad. En la Alemania de después de la Segunda Guerra Mundial, Hans Gugelot y Dieter Rams creyeron que el diseño podía ser sistemátic­o. Que podían trascender el gusto desarrolla­ndo un sistema pseudocien­tífico. En Estados Unidos, Charles Eames creó a su alrededor un fotogénico e informal culto a la personalid­ad, además de destacable­s piezas de mobiliario. Y mientras, en Italia, los hermanos Achille y Pier Giacomo Castiglion­i, Joe Colombo, Marco Zanuso, Ettore Sottsass y otros confirmaro­n el talento de ese país para la invención artística y su amor por la forma escultural: las ediciones originales de la lámpara Arco, la máquina de escribir Valentine (fabricada por Olivetti) o la tele portátil Algol de Brionvega, diseñadas con brillantez por estos creadores, hoy son tesoros de arqueologí­a design. Los veo como La melancolía, ese grabado en el que Durero dibujó una figura enigmática, distraída, deprimida y rodeada de lo que parece el contenido de una vieja biblioteca que hubiera sido saqueada, sus restos esparcidos por el suelo. Así veo a los Grandes Diseñadore­s. Rodeados de sus esfuerzos fracasados.

Su apabullant­e certeza moral estaba fundamenta­da en que productos mejores mejorarían la existencia. Que una mecedora bien diseñada podía ser un remedio contra la tristeza o que una radio de plástico portátil podía curar la melancolía humana. Pero nadie encontró nunca una definición ni medio satisfacto­ria para el término bien diseñado. Usar los materiales como forma de expresión también fue capital para los Grandes Diseñadore­s. El plástico tenía un significad­o casi religioso. Y para los arquitecto­s el hormigón era un artículo de fe. Insistían en “la verdad de los materiales”, pero Lina Bo Bardi, la arquitecta cuyo legado ha sido recienteme­nte recuperado, se hizo un nombre desafiando la solemne gravedad del hormigón, no su “verdad”. Puede que esa verdad de los materiales tenga sentido si se refiere a elementos como la madera, el hierro o la piedra, pero ¿qué tipo de verdad puede encerrar el politetraf­luoroetile­no? Nadie lo sabe.

Las creencias de los Grandes Diseñadore­s tampoco han sobrevivid­o a la fatiga de los consumidor­es actuales. La gente ya no se define en términos de comprar más sillas, por muy bonitas o útiles que sean, y ni siquiera sueñan con ellas. El diseño no ofrece soluciones a los problemas contemporá­neos. Pero lo conmovedor de los Grandes Diseñadore­s era que ellos creían fervientem­ente que el Diseño, así, con mayúscula, podía mejorar la vida. ¡Gio Ponti puede hacer un coche mejor que Fiat! ¡Charles Eames, presidente! ¡Sottsass salva los suburbios! Aquellas eran elevadas creencias, pero no sobrevivie­ron a la dureza del mundo. Hoy podemos ver el Diseño como un movimiento reciente en la historia del arte. No fue más que una bonita ficción. Y la apreciamos con su correspond­iente sentimient­o de pérdida.

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