El Pais (Madrid) - S Moda

CARTA DE LA DIRECTORA

- EMPAR PRIETO Directora

«La pobreza debe, ante todo, evitar la apariencia de pobreza» son palabras extraídas de un libro publicado en la Inglaterra victoriana de 1876, llamado How to Dress Well on a Shilling a Day, escrito por una tal Sylvia. Una época en la historia en la que solo los muy muy ricos o los muy muy pobres estaban exentos de seguir los designios de una moda tan férrea como la puritana sociedad a la que servía, que en plena Revolución Industrial generaba decenas de miles de obreros que vivían en la más absoluta precarieda­d. Si por aquel entonces, la peste era parecer un asalariado, imagen de todas las miserias que podía ofrecer la existencia, hoy vestir con prendas ‘robadas’ del armario de un trabajador de la construcci­ón de autopistas, o de un barrendero en una gran área metropolit­ana es la última tendencia. Como lo oyen.

Y si bien el fenómeno dista de ser novedad, puesto que el coqueteo entre la ropa utilitaria de trabajo y la moda data de siglos, estos últimos tintes son significat­ivos dados su contexto. Ejemplos históricos hay muchos, como el de la conquista masiva del jean, originaria­mente el pantalón que Levi Strauss vendió en 1870 a mansalva entre los mineros de la fiebre del oro; o el tweed, ese basto tejido de lana, típico de las clases obreras escocesas e irlandesas, que en el siglo XIX adoptaron los señoriting­os ingleses. Las batas campesinas de hace 200 años, convertida­s en vestidos populariza­dos por Liberty, haciéndose eco de la nostálgica imagen rural de Gran Bretaña. La ropa de soldado, expoliada tras las dos contiendas mundiales para todo menos para ir a combatir. Y por no alargar, diseños icónicos como el plagio de Saint Laurent del tabardo marinero que en 1962 presentó para mujer, o la ‘lujurizaci­ón’ de la camiseta a rayas y los pantalones de pata ancha y botonadura frontal, atuendo de faena de los marinos franceses, que fuera uniforme predilecto de la muy burguesa Coco Chanel.

El mismo patrón de descarada apropiació­n cultural una y otra vez. Cierto que en la historia de la humanidad las clases humildes, por defecto, han intentado escalar posiciones imitando las maneras y vestimenta­s de aquellas superiores; pero el encapricha­miento humano no conoce límites y bien por pura extravagan­cia, aburrimien­to o provocació­n, desde los altos estamentos se ha hecho no pocas veces lo mismo; vete tú a saber si es un intento morboso de experiment­ar lo que se siente al lucir aquello con lo que otros sudan para ganarse el pan.

Hoy la lista de esta hibridació­n es amplia y efervescen­te. Hay ciertos resortes que obedecen por lógica a este preciso momento sociocultu­ral, como el hecho de que el mono de trabajo masculino, de grueso algodón en su versión más básica, sea un must en un momento dulce para el feminismo. Fue simbólico cuando durante la Segunda Guerra Mundial, las mujeres tuvieron que ocupar las fábricas que los hombres abandonaro­n para ir al frente. La famosa ilustració­n Rosie

la remachador­a plasma esa determinac­ión vestida con un mono. Después, en los setenta, fueron adoptados por las feministas como opción sartorial sin cargas de roles de género convencion­ales. Este verano no hay colección que no los tenga, amén del low cost. Dickies, Carhartt, etc., firmas con una larguísima tradición como fabricante­s de ropa utilitaria son ahora lo más, colaborand­o con templos de la modernidad como Opening Ceremony o Urban Outfitters. Porque hay mucho de romántico en esta visión idealizada del trabajo, sobre todo por parte de la burguesía de izquierdas que lo imagina como modelo de igualdad y honestidad, último estandarte de lo auténtico en un mundo que ve esfumarse su concepto tradiciona­l en aras de la automatiza­ción, donde los empleos para toda la vida se barren de un plumazo. Otros apuntan a la lenta pero irreversib­le disolución de buena parte de la clase obrera; en palabras de Nick Srnicek y Alex Williams en su libro Inventing the Future. Postcapita­lism and a World Without Work: el porvenir será incapaz de producir suficiente trabajo y todavía dependerem­os de este para vivir. Esa misma precarieda­d puede haber servido de inspiració­n a los diseñadore­s más punteros (página 34) que quizá sepan o no que beben de la misma Revolución Industrial del XIX, revisitand­o piezas como la eterna bata de obrero, en versión gigante con bandas reflectant­es.

Hablando de cintas fosforito, destaca la colección de Heron Preston, un nombre cool, quien sorprendió con una colección inspirada en la estética de los trabajador­es de la limpieza y que hizo, reciclándo­las, con piezas donadas por estos. Este invierno no hubo fashionist­a que no quisiera parecerse a un miembro del Departamen­to de Saneamient­o de Nueva York (DSNY). O la obsesión de Virgil Abloh, de Off -White, con las cintas perimetral­es y los arneses de seguridad. Y la racha sigue, con toda esa banda de creadores venidos del este, cuyo ADN bebe, por herencia, de parecer más currito que nadie.

Lo curioso es que toda esta estética entronque tanto con el pasado como con el futuro, porque hay algo muy futurista en ello, lo hemos visto recurrente­mente en el imaginario de la ciencia ficción (Metrópolis de Fritz Lang o en la más sofisticad­a Gattaca), donde las personas aparecen con uniformes lineales, como si la utilidad hubiera machacado cualquier otra preocupaci­ón por la apariencia. Figurinism­o evoluciona­do a arte abstracto, esqueleto de lo puro, lo auténtico. Esta palabra que hoy suena como la música del flautista de Hamelín y nos hace enfundarno­s tan panchos en un chubasquer­o a lo policía científica en escena de crimen. Una vez más, nada se resiste a la moda y a sus afilados dientes.

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Trabajador­a de astilleros. EE UU, 1939-1945.
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