El Pais (Madrid) - S Moda

Libros salvavidas

- Por Leticia Vila-Sanjuán

El verano pasado, durante un largo paseo una noche calurosa, encontré en una esquina de Bedford Avenue una caja llena de libros. La acompañaba un cartel que anunciaba que eran gratis para quien se los quisiera llevar. La mayoría eran novedades editoriale­s, algunas novelas que ya había leído, y en general se trataba de una muy buena selección, así que me armé de fuerza y cargué todos los libros que me cupieron en el bolso y en los brazos. Los repartí por mi casa, y fue una de las primeras decoracion­es que tuvo. Esos libros de la calle empezaron a hacer del salón un hogar. Los he ido moviendo de sitio con diversos fines: para apoyar el portátil en una videollama­da, como alzador del teclado a lo largo de la jornada laboral para no encorvar tanto la espalda, o como base para sostener una botella y una copa de vino.

Hace unas semanas se rompió una de las cuatro patas del sofá del salón, descompens­ando el equilibrio y haciendo que se inclinara en dirección a la esquina de la pata estropeada. Después de observar la situación, mi compañera de piso y yo decidimos usar algunas de esas novelas de la calle (las de tapa dura, las de apariencia más sólida) para hacer de soporte en la esquina defectuosa. Milagrosam­ente, los libros restableci­eron la armonía del sofá: con su ayuda haciendo de contrapeso, el sofá se aguantaba de nuevo.

El escritor británico Julian Barnes, en un ensayo en defensa de las librerías independie­ntes en el diario The Guardian, habla de todo lo que la literatura representa para él: viaje, evasión, refugio, introspecc­ión, alegría. Releyéndol­o, pienso en para qué sirve un libro: los libros son casa, decoración, terapia, regalo y viaje en el tiempo. También son muebles, atrezo, testigo de todas las cosas que suceden en las viviendas que los acogen, compañía y distracció­n. El otro día estaba hablando con mi madre y me comentó que acababa de leer una novela de Anne Tyler. Casualment­e yo había comprado la misma recienteme­nte.

Esa misma tarde, mi amiga Clara me dijo que, hablando con la suya, en una especie de serendipia, se habían dado cuenta de que ambas estaban leyendo a James Baldwin. Los libros son también el hilo invisible que nos conecta con nuestras madres al otro lado del océano. Barnes, que es uno de mis escritores de cabecera, dice que cuando lees un gran libro no escapas de la vida, sino que te sumerges más profundame­nte en ella. La lectura y la vida, argumenta, no están separadas, sino que son simbiótica­s, y el libro físico sigue siendo el objeto que simboliza esta unión.

Cuando tenía siete años, mi padre me trajo un libro y me dijo que le gustaría que lo leyera, porque había escuchado que estaba muy bien. La cubierta no me atrajo especialme­nte y lo dejé en mi mesita de noche. Pasado un tiempo, me sentí culpable por haber desdeñado el libro que me había recomendad­o con ilusión, y lo empecé. En cuanto pasé la primera página, no pude parar. Ese universo, que llegó a mi vida cuando tenía que llegar, me absorbió por completo, como si el libro me hubiera escogido. Era Harry Potter y la piedra filosofal. Y yo aún no sabía que la novela que había estado meses tirada en mi habitación, así como las que la siguieron, cambiarían mi vida. Se llegaron a convertir en una especie de salvavidas en muchas ocasiones.

Miro los libros que sujetan la pata tarada del sofá, y me pregunto si un día los nuestros, con Anne Tyler y James Baldwin, acabarán también en una caja en la calle, con un cartel que anime a sus siguientes propietari­os a hacerles un espacio. Y cuando veo una cubierta de Harry Potter me acuerdo de una columna de Leila Guerriero en la que escribía: "Ayer me llamaron de una radio, me preguntaro­n para qué sirven los libros. Debo haber respondido alguna estupidez. Lo que debí haber dicho es que los libros sirven para una sola cosa: para salvarnos la vida".

“Los libros son también el hilo invisible que

nos conecta con nuestras madres al otro

lado del océano”

Tatiana Țîbuleac creció entre idiomas –el ruso oficial y el rumano que se hablaba en su casa– y entre fronteras cambiantes –nació hace 42 años en Chisinau, capital de la República de Moldavia, entonces parte de la Unión Soviética –. También lo hizo entre libros: su padre era periodista y su madre, editora de textos. Dice que Antón Chéjov es su escritor favorito. "Siempre llevo conmigo a todas partes sus obras en ruso. Cada vez que leo La gaviota me da una nueva perspectiv­a de la vida, de mis sentimient­os, y de lo que es importante o no".

Esos volúmenes, con caracteres cirílicos y encuaderna­ciones de tela y piel añosas, manoseadas, se pueden ver en una de las estantería­s de su casa a las afueras de París, donde vive con su marido y sus dos hijos. Tras seis años en el centro de la ciudad se mudaron al campo "para poder sentir la tierra y enseñarles a los niños cosas sencillas: cómo cultivar, los nombres de las plantas y los insectos...", cuenta a través de Zoom. Porque las raíces son muy importante­s para esta experiodis­ta que estuvo años ante las cámaras de televisión y ahora se dedica de lleno a la escritura. Ya en su primera novela, el inesperado fenómeno editorial El verano que mi madre tuvo los ojos verdes, habló de maternidad y rechazo, duelo y memoria. Ahora Impediment­a también publica su segunda novela, El jardín de vidrio, donde se replantea los estereotip­os en torno a la maternidad, la sensación de desarraigo y aborda temas como el aborto o la violencia hacia las mujeres. Lastochka, la protagonis­ta, es primero una niña adoptada por una alcohólica que la pone a trabajar recogiendo botellas vacías para ganarse la vida y después una madre que cuida a una hija débil, enferma. ¿Su obsesión? Buscar a sus padres, hallar esas raíces perdidas. ¿Le resulta doloroso explorar su historia personal en sus libros?

No soy una persona muy alegre, en general. Estoy acostumbra­da a la nostalgia, a los arrepentim­ientos, a la

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publica ahora El jardín de vidrio.
Tras el éxito de El verano que mi madre tuvo los ojos verdes la editorial Impediment­a publica ahora El jardín de vidrio.

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