Se desvanecieron al final de la matanza de 20 millones de personas
Los imperios austrohúngaro y otomano
te de Estados Unidos, Woodrow Wilson: debilitaron Europa, entendida como comunidad política, frente a la capacidad estadounidense de movilizar recursos. «Todos los pueblos saben una sola cosa: que una sombra extraña se cierne, larga y pesada, sobre su vida», afirma el escritor austriaco Stefan Zweig en El mundo de ayer, título de sus memorias. En este libro y en otros escritos por testigos de la hecatombe se pone de manifiesto el sentimiento de pérdida para siempre del mundo anterior a la guerra, «del placer de vivir y de la libertad de espíritu de antaño» (Zweig de nuevo).
El desarrollo de los acontecimientos a partir del cese de hostilidades es por demás elocuente. La solemnidad de la firma del tratado de Versalles (28 de junio de 1919) ocultó sus debilidades, la simiente de la inestabilidad casi crónica que siguió a su aplicación. Si el armisticio en el famoso vagón de Compiègne (11 de noviembre del año anterior) transmitió la imagen de un pacto entre caballeros, el fruto de Versalles fue la exasperación de Alemania por las gravosas condiciones que se le impusieron y la fragmentación de los aliados –la Entente, sin Rusia y con Estados Unidos–, que persiguieron objetivos diferentes.
Si en un principio Georges Clemenceau, primer ministro de Francia, y Lloyd George, premier británico, se mostraron de acuerdo en impedir el resurgimiento de Alemania como gran potencia militar, luego el Reino Unido se centró en garantizar la seguridad
El agravio alemán / quedó servido. La opinión pública entendió que eran inaceptables las reparaciones de guerra, fijadas en Versalles en 132.000 millones de marcos oro –Alemania fue considerada responsable del conflicto– a pagar en plazos anuales hasta 1988, según la última renegociación (1928). La ocupación de la cuenca del Ruhr por franceses y belgas en 1923 acrecentó la sensación de humillación y alimentó la división social entre una izquierda extraordinariamente dinámica y una burguesía progresivamente asustada, sumergida en una crisis económica permanente. Mientras que muchos alemanes pensaron que la nación recuperaría con la paz la condición de Weltmacht (potencia mundial), la realidad fue bien distinta: se sumió en una atmósfera de decadencia y privaciones. El prédica nazi encontró el terreno abonado.
La pretensión de la «seguridad colectiva», una de las muchas iniciativas que el presidente Wilson puso sobre la mesa, no se pudo hacer efectiva porque el Congreso se opuso a que EEUU se comprometiera con alguna nación europea en concreto –Clemenceau se esforzó en este sentido– y a que el país ingresara en la Sociedad de Naciones, el primer intento de fiar en el multilateralismo la solución de los conflictos internacionales.
La debilidad de la nueva organización se consumó en 1922, cuando Alemania y la URSS, ausente de la Sociedad de Naciones, firmaron el tratado de Rapallo, «un siniestro indicio de su capacidad conjunta de destruir, si lo deseaban, la situación establecida en Europa del este», a juicio del especialista Michael Howard. La cultura política de la crisis perpetua se instaló en las conciencias europeas.
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