El pueblo que murió dos veces
Suelves representa el paradigma del olvido y la corrupción de la despoblación rural en Aragón
Su voz es suave. Amansa con ella a las fieras que ladran amenazantes a quien pasa perdido junto a Casa Godron. Al abrir la verja se lanzan... a la caricia y el arrumaco. Menudos guardianes. «Paseamos con ellos, tejemos, vivimos tranquilos». Godelieve y Roony son los únicos habitantes de la nada, de Suelves. Empadronados y fijos desde hace cinco años, encantados por el sol y la paz que buscaban al salir de Bélgica. «Somos de Amberes. Allí llueve y llueve. Vinimos hace unos quince años a la caravana de unos amigos. Nos encantó. Cuando pudimos compramos esta casa a una holandesa. Tenemos tele belga e internet. Si nos quieren ver, que vengan desde Bélgica aquí», dice en un español notable.
De todo, todo, no tienen. Ni electricidad ni agua corriente. Se abastecen de la lluvia, de garrafas y de placas solares. Ni tienen una carretera asfaltada. Ni vecinos. «Hay gente que pasa andando, en bicicleta, cazadores o seteros. Pero pocos, los fines de semana», dicen. A David le cuesta cada vez más subir. Este año ni ha recogido las oliveras. Mucha faena y desilusión. Es de Casa Lucas, a unos metros de Godron. Siempre se acerca a saludar a Godelieve serpenteando entre carrascas y vergüenza. Nadie puede creerse lo que queda allí, en medio de nada, entre Guara y Sierra de Arbe, entre Somontano y Sobrarbe, de Bárcabo pero junto a Naval. Toda una paradoja.
Surrealista. En una campa del Barrio Alto se hunden dos balsas de cemento agrietado. Eran las piscinas del gran proyecto que no fue, de la estafa, donde ahora sólo se refleja la impotencia en los charcos sucios. «Aquí se echaban con las toallas. Llegaron a venir 60 personas en verano», relata David. Cerca descansan las ruinas de piedra de Casa Broto o la Casa del Cojo confundiéndose con la maleza y los esqueletos de los chalecitos de los belgas expoliados por el vandalismo y el tiempo. Una puerta fortificada delata el miedo a los cacos. «Ahora se ha muerto mi tía que era la que tenía más ganas de venir», lamenta David Olivera, presidente de la Asociación de Vecinos y Amigos de Suelves.
Delante queda la torreta de la luz con los cables cortados terminando de contar el drama. Abajo asoma la Iglesia, donde la maleza casi no deja llegar, con el campanario aún en pie, más desolación y restos del molino y la escuela.
El paseo por el olvidado Suelves narra su triste historia, el paradigma del éxodo pirenaico, de la degradación oficial, de la despoblación forzosa. Aquí no hubo pantano, hasta en eso se rió su suerte. A Suelves lo mataron dos veces en un relato de engaño, codicia, corrupción, especulación y olvido.
Joaquín pasea por las ruinas de Casa Lascorz. Los jabalíes han levantado la antigua huerta. «Recuerdo cómo mi tía tenía lleno de flores ese balcón. Había animales, no les faltaba de nada, se autoabastecían», narra con nostalgia buceando en sus recuerdos de niñez. Ese balcón ahora es una reja retorcida entre escombros. El techo se ha venido abajo. Cuando entras en las ruinas te sorprende una barra de bar. «La hicieron los belgas cuando vinieron. Se correrían aquí sus buenas juergas». De ese hogar salió su tío Antonio un 1 de febrero de 1980, el último en marchar. Ese día murió el viejo Suelves.
«Había un proyecto de carretera que pasaba por aquí antes de