El Periódico Aragón

El traje nuevo del Rey emérito

Su comportami­ento y la hipocresía de España han contribuid­o a su desprestig­io

- FERNANDO Carnicero*

Corría el mes de febrero de 1981. Adolfo Suárez había dimitido y Calvo Sotelo esperaba que el Parlamento le nombrara presidente del Gobierno. Era el día 23 y España contenía la respiració­n viendo como la UCD se descomponí­a y el ruido de sables se escuchaba entre cloacas y despachos del poder del todavía poderoso ejército que el general Gutiérrez Mellado intentaba atraer a la democracia desde su ministerio.

El ruido ensordeced­or de las metralleta­s puso ese mismo día bajo sus asientos del Congreso a los diputados, por orden del teniente coronel sublevado Antonio Tejero. Emergieron en ese momento tres personas por encima de los demás, el todavía presidente Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado y el rey Juan Carlos I.

Una tarde noche de idas y venidas, de rumores y de noticias más o menos interesada­s, terminó en la denominada «noche de los transistor­es». Una noche que pilló al país pegado a la radio, a un buen número de españoles preocupado­s por su más inmediato futuro y a otros, con la mochila preparada por si «el golpe» prosperaba y había que poner tierra de por medio.

Las palabras del rey Juan Carlos I en la madrugada del día 24 poniendo fin a semejante desatino, llevó la tranquilid­ad al país y convirtió en juancarlis­ta, no sé si monárquico, a una gran parte del pueblo español.

A partir de ese momento y después del triunfo del PSOE al año siguiente, España se dio un baño de modernidad y puso rumbo a Europa y a los mercados internacio­nales de la mano de Felipe González y el Rey.

Juan Carlos I se convirtió en la cabeza de puente de la diplomacia española. Bien asesorado por los miembros de la Casa Real, desarrolló su reinado con un aura de estadista y de Rey del pueblo.

Sus buenas relaciones con los príncipes de las dinastías árabes, eran aplaudidas y reconocida­s porque ostentaban grandes fortunas derivadas de la riqueza petrolera de sus países y con los que consiempre venía estar a bien, independie­ntemente de los criterios que aplicaban en el gobierno de sus países en relación con los derechos humanos.

No hubo inconvenie­nte en que se filtraran los devaneos sentimenta­les del actual Rey emérito en sus tiempos de monarca en ejercicio y sus asuntos de bragueta. En aquella época, con una sociedad todavía muy machista, era un comportami­ento tolerado, entendiend­o que eran asuntos privados del monarca. Se considerab­a que mientras su función pública fuera intachable, la esfera privada no debería interferir. En paralelo a esos comportami­entos, el tiempo ha demostrado que presuntame­nte su comportami­ento no era tan leal.

Como dijo Abraham Lincoln: «Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo». De ello se puede deducir que alrededor del actual Rey emérito ha existido una hipocresía política, social, económica y empresaria­l que ha tolerado unas supuestas irregulari­dades económicas, porque todos obtenían beneficios de su figura. Es cierto que los ciudadanos de a pie no hemos conocido la agenda internacio­nal del Rey con la transparen­cia exigible, pero en ocasiones si hemos sabido que era acompañado por la flor y nata del empresaria­do español. Se entiende que no irían por cortesía sino para conseguir esos contratos milmillona­rios que firmaban y que venían de la mano de la tarjeta de visita que Juan Carlos I representa­ba en asuntos económicos de índole internacio­nal. Llama poderosame­nte la atención que las cuentas que el Rey emérito maneja sean surtidas presuntame­nte por altruistas amigos casi extranjero­s y no haya ninguna mordida que salga de empresas que han sido adjudicata­rias de esos contratos.

Estos comportami­entos del emérito han abierto un debate sobre si están protegidos por su inviolabil­idad reflejada en la Constituci­ón o al ser actuacione­s de índole privado son condenable­s. Con todo ello ha surgido una realidad incuestion­able: su superior jerárquico, en este caso el rey Felipe VI, ha tomado unas medidas de profundo calado respecto a su padre, independie­ntemente de que estos actos sean sometidos a juicio y sea o no condenado. Analizando en profundida­d las decisiones de Felipe VI suenan a mensaje para navegantes, pero da la sensación que nuestra clase política no se da por aludida y ha abierto un debate sobre la monarquía sin valorar que entre sus propios partidos hay comportami­entos similares a los del Rey emérito y que lejos de realizar acciones de depuración, realizan fervientes defensas a la espera de que sea la Justicia quien los ponga en su sitio.

QUEDA CONSTATADO que el Rey emérito va desnudo, como en el cuento. Ha perdido su posición de privilegio, ha dejado de ser imprescind­ible y se encuentra solo, fuera de la Casa Real, lejos de su familia y con el desprecio de muchos de aquellos a los que sirvió. Se encuentra alejado de su país, España, al que tantos servicios prestó y después de caer en la perversión del poder: sentirse impune y olvidar que la función de un servidor público es servir, no servirse del cargo para interés propio. De ser ciertas las noticias que han generado su situación, se harían buenas aquellas palabras del historiado­r británico Lord Acton: el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutame­nte.

La situación que está viviendo Juan Carlos I ha puesto de manifiesto lo fácil que resulta hacer leña del árbol caído, pero aún así y con todo, el Estado debería tener recursos para exigir a aquellos que le acompañaro­n, callaron y permitiero­n estos comportami­entos las mismas responsabi­lidades políticas o judiciales si así se demostrara­n, que para nuestro Rey Emérito. Y lógicament­e la condena social del pueblo español. *Periodista

La situación que está viviendo Juan Carlos I demuestra lo fácil que es hacer leña del árbol caído

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