0USBT GPSNBT FO MB $BTB #MBODB
Hay convencimiento y hasta esperanza en Washington de que con Joe y Jill Biden la Casa Blanca volverá a acoger reuniones diplomáticas y de espíritu bipartidista que eran comunes en administraciones anteriores, pero que se interrumpieron con Donald y Melania Trump, actos con altos representantes del mundo de la cultura o el entretenimiento y cenas de Estado con las que contribuir a reparar relaciones diplomáticas dañadas durante los últimos cuatro años. De momento, no obstante, esa agenda tendrá que esperar.
En una de las incontables muestras de contraste entre la flamante familia presidencial y la que ayer desalojaba la Casa Blanca el combate contra el covid ahora es prioridad en el 1600 de la avenida de Pensilvania y la vida social en la mansión tendrá que esperar. La misma Casa Blanca donde con Trump se propagó el virus en al menos tres brotes y donde la ceremonia de presentación en el Rose Garden de la jueza del Tribunal Supremo Amy Coney Barrett se confirmó como un evento supercontagiador ha sido sometida ya a una limpieza a fondo, pero los cambios son más significativos.
De la laxitud de los Trump con el uso de mascarillas se pasará ahora al requerimiento para todo el personal de llevarlas, según ha revelado una fuente del equipo de transición del demócrata a la revista The Atlantic. Además, todos los asistentes que interactúen en la Casa Blanca con el presidente y la vicepresidenta Kamala Harris estarán obligados a vacunarse, el personal en el Ala Oeste estará limitado y las pruebas a todos los empleados del complejo de más de 5.000 metros cuadrados (y 132 habitaciones) serán frecuentes.
Pronto quedarán solo para el recuerdo, la hemeroteca y los libros de historia los últimos desplantes de los Trump a sus sucesores, que van más allá de la ausencia de la investidura o del grave hecho de que el republicano no haya reconocido la legítima victoria de Biden. Porque han roto hasta tradiciones tan protocolarias como la de recibir a sus sucesores (algo que se encargó al jefe de los ujieres, Timothy Harleth) o la de que la primera dama saliente ofrezca a su sucesora un té y un tour en la residencia presidencial.
No es que Jill Biden, que, cuando su esposo era vicepresidente, fue amiga y aliada de Michelle Obama, necesite como guía a Melania Trump, que según una encuesta de CNN se va con el índice de aprobación más bajo de la historia de una primera dama, 42%. La doctora en educación, que llega al cargo con la intención de romper moldes y mantener su trabajo de profesora en una universidad comunitaria, conoce bien la casa y el potencial del cargo.
Ya ha anunciado que retomará la iniciativa Joining Forces de ayuda a familias de militares y veteranos (como lo fueron su padre y el fallecido Beau Biden), en la que empezó a trabajar con Obama en el 2011 (Melania, que sin ironía se centró en la iniciativa Be best contra el bullying en internet, dejó el foco del trabajo con las familias militares en la segunda dama estadounidense, Karen Pence).
Los Biden se conocieron en 1975, pocos años después de que el entonces senador de Delaware enfrentara la tragedia de su vida: su joven esposa e hija de un año murieron en un accidente de tráfico. Biden dice que su segunda esposa «volvió a unir» a su familia. La pareja se casó en 1977 y ella se convirtió en la «mamá» de sus hijos Hunter y Beau, quienes sobrevivieron al accidente. Tienen una hija en común, Ashley, que nació en 1981. Beau murió de un tumor cerebral en el 2015 a los 46 años.
Con los Biden hay otros cambio en la Casa Blanca. Llega el segundo presidente católico, y practicante, tras JFK. Y vuelven las mascotas, cuestión nada baladí en EEUU. Además de dos pastores alemanes, Champ y Major, el primero en la mansión presidencial adoptado en una perrera, se ha anunciado también un gato presidencial.