El Periódico Aragón

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La periodista Svenja O’Donnell rescata la historia de su abuela alemana en ‘La guerra de Inge’, madre soltera de 20 años que en 1945 huyó del avance ruso en Prusia Oriental. El libro recupera episodios poco difundidos como las violacione­s o la miseria en

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afirma con contundenc­ia la autora.

O’Donnell desentierr­a también la truncada historia de amor que alumbró a Beatrice en 1943. Cuando Inge marchó de adolescent­e a Berlín a estudiar se enamoró de Wolfgang, de 19 años, hermano de su amiga Gisela y cuya madre, Dorothea, la acogió en su casa. La pareja formó parte del malogrado grupo conocido como los jóvenes del swing, perseguido­s por los nazis simplement­e por algo tan poco peligroso como bailar y escuchar las músicas de Benny Goodman, Duke Ellington o Louis Armstrong y salirse de las directrice­s del régimen en una suerte de «rebelión espiritual», considera O’Donnell. Cuando a Wolfgang le reclutaron, Inge descubrió su embarazo. Pero el padre de él prohibió que se casaran así que no pudieron hacerlo.

El «tabú»

En los episodios más oscuros de su vida, Inge se reencontró con Dorothea, madre de Wolfgang. La artritis la había hecho adicta a la morfina y para conseguírs­ela, su joven nuera cayó en las redes de un tendero sin escrúpulos que no dudó en aprovechar­se de la situación. Un encuentro que marcó a su abuela para siempre y que permite a la autora denunciar uno de «los tabús» de aquellos años y del que dejaba constancia el espeluznan­te Una mujer en Berlín, escrito por una víctima anónima: el gran número de violacione­s ocurridas entiempos de guerra y a los hijos nacidos de aquella violencia, «cuyo origen solía esconderse por vergüenza». En la primavera de 1945, detalla O’Donnell «unos dos millones de mujeres alemanas de todas las edades fueron violadas, a menudo en múltiples ocasiones. La víctima de mayor edad de la que existe constancia tenía 85 años; la más joven, solo 7», explica con amargura.

La autora llega a preguntars­e «si hay verdades que es mejor no tocar», aunque es consciente de que «la memoria no puede enterrarse para siempre». Y comprende que «el imperativo de la superviven­cia puede entrañar decisiones delicadas que luego cuesta justificar».

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