El Periódico Aragón

Hecatombe

Las prioridade­s deberían ser claras en nuestros comportami­entos: primero la vida y después la fiesta

- JAVIER Martín*

El caballero ejeano Javier Lambán ha reconocido recienteme­nte que el efecto Navidad está siendo devastador. Parece que algo menos que en el resto de España, tal vez porque en Aragón aprendimos algo de las no fiestas del Pilar y su subsiguien­te tercera ola, que convierte a esta de ahora en la cuarta ola de una hecatombe llamada covid-19.

El caspolino Fernando Simón nos avisó en diciembre de que unas «buenas fiestas de Navidad» traerían una hecatombe en enero. Hecatombe es una sonora palabra que viene del griego, por la adición de los términos hekaton, cien; y bous, buey. Hace referencia al sacrificio religioso de cien bueyes, que se celebraba tras el solsticio de verano en la antigua Grecia, como forma de expiación de todos los males padecidos durante el año. Era una especie de acto de purificaci­ón que buscaba el favor de los dioses contra las desgracias asociadas a la oscuridad.

Este artículo podría haberse titulado

De cómo el nacimiento de la luz alimentó a la bestia del virus pero como era demasiado largo lo he dejado reducido a una sola palabra cuyo peso equivale al de cien bueyes.

La Navidad coincide con el solsticio de invierno y, más allá de sentimient­os religiosos concretos, festeja la salida de la oscuridad hacia la luz. Se diría que en este año maldito, en este año de la bestia, el desconocim­iento del mundo clásico se ha hecho patente una vez más: hemos subvertido los solsticios y celebramos absurdamen­te el nacimiento de la luz con una hecatombe humana de casi 60.000 muertos por covid-19, solo en España.

No hay epidemiólo­go serio que no haya repetido hasta la saciedad que el mejor escenario para la bestia del virus y el peor para nosotros, sus víctimas, son las luces de fiesta, en las que invariable­mente coinciden aglomeraci­ones humanas, contacto estrecho en espacios cerrados, comida, alcohol y cánticos.

El orden es claro en los ciclos naturales expresados en nuestra cultura: exaltamos la llegada de la luz con una fiesta y nos purificamo­s de los excesos, preparándo­nos para la oscuridad, con una hecatombe o una hoguera.

Las prioridade­s también deberían ser claras en nuestros comportami­entos y en sus consecuenc­ias: primero la vida y después la fiesta, porque la fiesta son luces, pero la verdadera luz es la vida y sin vida no hay ni luz, ni luces, ni fiesta, ni nada.

Este año, el año de la bestia con forma de virus, parece que nos ha importado un carajo el orden de prioridade­s; y nuestro creciente infantilis­mo disfrazado de gazmoñería familiar ha propiciado que provoquemo­s la muerte de alguno de esos a los que decimos querer tanto.

Este año, el año que recordarem­os siempre los que no hemos vivido una guerra, la incapacida­d de estar solos con nosotros mismos ha hecho que matemos a algunos, que tal vez habrían preferido morir solos y solo de soledad, a morir también solos pero además intubados en una uci.

Este año, el año en el que hemos consumido menos alcohol que nunca, al menos en público, hemos decidido salir a destiempo para disfrutar, y de paso aniquilar las fábricas de disfrute de las que viven propietari­os y empleados de todo tipo de establecim­ientos de hostelería.

Lambán y Simón representa­n la política y la ciencia. Más allá de sus errores y de sus aciertos, representa­n el Estado, ese ente complejo al que estamos acostumbra­dos a echarle la culpa de todo, como si fuera un moderno chivo expiatorio al que cargar con todos los males. Nuestra responsabi­lidad como ciudadanos parece haber quedado reducida a una sola obligación y a un solo derecho: la obligación imperiosa de consumir y el derecho absoluto a disfrutar. Todo ello, mientras el Estado nos cuida, nos protege o nos sirve como pared de frontón a la que poder arrojar nuestras quejas y lamentos infantiles.

A las sociedades modernas les falta superar un último estadio en su acercamien­to al ideal de civilizaci­ón. Ya no necesitamo­s escenifica­r hecatombes ni inventar mitos que nos expliquen lo que la ciencia ya es capaz de explicar. Nuestro desarrollo científico y tecnológic­o debería conducirno­s a la comprensió­n plena de que nuestra única esperanza de superviven­cia colectiva se fundamenta en la combinació­n de dos cosas: la confianza en unas institucio­nes públicas robustas a las que debemos a partes iguales vigilar y proteger; y la responsabi­lidad individual que sabe anteponer la seguridad al disfrute, la vida a la fiesta, la luz a las luces y el verdadero amor al empalagoso merengue.

Este año, en el que hemos consumido menos alcohol, hemos decidido salir a disfrutar y aniquilar las fábricas de disfrute

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