Blanco de plomo
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Más que en su evolución pictórica, la película se centra en la asfixiante relación de Lowry con su madre, encarnada por Vanessa Redgrave. L. S. pintó siempre para ella, pero a la madre nunca le gustó lo que pintaba. Esa falta de reconocimiento de quien más quería condicionó no solo su obra; también, y de que manera, su personalidad, indisociable de lo que después creó con los pinceles y oleos. Estamos pues ante un filme de texto, un drama intenso con solo dos personajes de entidad. Pero su interés reside más en como a través del uso de la luz y del color, con una excelente fotografía, se perfila el tenue y a la vez sofocante universo al que se vio sometido, con su consentimiento, un artista tan genial e introvertido.
La chica del brazalete utiliza el thriller judicial para hablar de la incomunicación entre padres e hijos y del abismo generacional que los separa. En ese sentido es un magnífico retrato de la adolescencia como una auténtica incógnita, ya que nunca llegaremos a saber cómo es Lise, parapetada tras capas y capas de introspección muy inquietantes. Aunque lo peor sea asistir a la manera en la que los adultos continúan perpetuando valores retrógrados utilizando la libertad sexual como arma para estigmatizar y condenar moralmente. El director utiliza los recursos básicos del género para configurar una intriga repleta de ambigüedad a través de un estilo tan minimalista como austero.
Año 1919. En una zona de Ucrania poblada por familias alemanas muchas décadas antes para cultivar la rica tierra cercana al Mar Negro, Anton y Jakob encuentran fuerza y consuelo en su amistad moldeada por la fascinación de ambos en la contemplación de las nubes y el significado del cielo tal como ellos lo imaginan. Aunque Anton es católico y Jakob judío, su amistad es más poderosa que sus creencias religiosas. Su confianza y el mundo imaginario que crean los protegen del miedo, la violencia y las divisiones que los rodean. En definitiva, es la historia de dos niños cuya amistad logra sobreponerse a los prejuicios, el odio y el paso del tiempo en la devastación de la Revolución Rusa y la Primera Guerra Mundial.
La nueva película de Jonathan Milott y Cary Murnion vendría a ser una versión de –Solo en casa– regada de sangre que sustituye a unos inofensivos ladrones por una banda de neonazis, y que trata su premisa –en este caso, una preadolescente que despliega su ira sobre los criminales que intentan invadir su vivienda– con casi total seriedad. Eso no significa que no sea ridícula, sino que las risas que proporciona son mayormente involuntarias. Becky no se molesta para nada en ahondar en la psicología de una mocosa para la que la violencia es un método casi terapéutico de canalizar el dolor y la frustración, y en general el retrato de la niña es más bien genérico.
La pica es un trastorno alimentario que incita a quienes lo padecen a comer cosas que no son alimentos, y Swallow lo usa como premisa para explorar la angustia de una ama de casa embarazada que empieza a ingerir canicas, pilas, tachuelas, destornilladores, candados y puñados de tierra. Y como resultado la película logra ser aterradora sin necesidad de recrearse en imágenes escabrosas. Al menos en parte, el desorden de Hunter parece ser un castigo por el rol de mujer florero al que su vida aparentemente perfecta ha quedado reducida. Y similarmente la película misma adopta una estética impoluta para enfatizar la fealdad que acecha bajo la superficie de la institución matrimonial y de los roles de género.