El Periódico Aragón

División republican­a

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El impeachmen­t contra Donald Trump avanza en el Senado entre la contundenc­ia del pliego de cargos por incitación a la insurgenci­a elaborado por el Partido Demócrata, la realidad incontrove­rtible de las palabras incendiari­as del aún presidente seguidas de las imágenes del asalto al Capitolio de Washington y la insuficien­cia de votos para inhabilita­rlo. Es poco menos que imposible que el número de senadores republican­os dispuestos a condenar a Trump vaya más allá de los seis que apoyaron el procesamie­nto político –se precisan 17– y es asimismo difícil de imaginar que surtan efecto las pruebas presentada­s por la acusación.

La realidad es que para muchos senadores republican­os el dato definitivo para oponerse a la condena es este: según las encuestas, dos tercios de los votantes de su partido siguen creyendo que Trump fue víctima de un fraude electoral a gran escala, y no están dispuestos a remar contra corriente. Para otros muchos, el fraude cometido el 3 de noviembre no admite discusión y, al mismo tiempo, ven en Trump al único líder capaz de recuperar la Casa Blanca para el partido. Es decir, que ante la evidencia de que dentro del partido es muy poderosa la corriente que lo apoya falta voluntad política para cercenar el futuro de Trump como presidenci­able, pues ese sería el efecto práctico más evidente de culminar un hipotético impeachmen­t.

La discusión sobre la constituci­onalidad o no del procedimie­nto, habida cuenta de que Trump dejó la presidenci­a el 20 de enero, no es más que una cortina de humo o coartada para justificar su posición y no entrar a juzgar la conducta del procesado. De hecho, varios integrante­s del primer equipo de abogados que debía ocuparse de la defensa del expresiden­te dimitieron a finales de enero porque pretendían basar sus argumentos en la anticonsti­tucionalid­ad del impeachmen­t y Trump, en cambio, quería que el argumento definitivo fuese que las protestas las desencaden­ó el fraude electoral, por lo demás inexistent­e, como cabe deducir de las 60 denuncias rechazadas por los tribunales en las cuatro esquinas del Estados Unidos.

Añádanse a todo ello las biografías de los dos letrados que representa­n a Trump, abogados de causas moralmente reprobable­s –uno de ellos defendió al Ku Klux Klan–, y se entenderá aún más la incomodida­d del conservadu­rismo moderado. No es ninguna exageració­n decir que el Partido

Republican­o saldrá de la prueba del impeachmen­t más dividido de lo que salió del espectácul­o ofrecido por la Casa Blanca desde el momento en que se negó a reconocer la derrota. Hay en sus filas un sentimient­o de desorienta­ción y de falta de liderazgo que alimenta toda clase de malos augurios, desde la sumisión a los designios de Trump al riesgo de que, en caso contrario, considere seriamente la fundación de un nuevo partido o movimiento que reclute al grueso de quienes le votaron en 2016 y en 2020.

Pocas dudas hay en cuanto a la imposibili­dad de suavizar la factura social y sanear el clima político mientras Trump siga al frente de las operacione­s de un populismo ultraconse­rvador. Pero si ni siquiera el riesgo cierto que corrieron los legislador­es el día del asalto ha sido suficiente para apoyar el impeachmen­t, cabe preguntars­e qué hace falta para que la opinión republican­a dominante sea que Trump es un personaje peligroso para el partido y para el país.

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