El Periódico Aragón

Como la abuela

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Los problemas complejos no suelen tener soluciones sencillas. Desde hace bastante tiempo, la medicina nos viene avisando del incremento de enfermedad­es vinculadas a la alimentaci­ón, mientras crece el consumo de alimentos muy procesados. Parece evidente que, entre otras causas, ahí reside parte del problema sanitario, como pone de manifiesto el fuerte incremento de la obesidad, especialme­nte entre los más pequeños.

De ahí que se reclamen sistemas que identifiqu­en la pretendida bondad o maldad de determinad­os productos que podemos encontrar en los lineales, pero no en los puestos de alimentaci­ón de alimentos frescos. Es el caso del Nutriscore, que se está implantand­o en nuestro país, tras ser usado en Francia y Bélgica, por más que en el amplio mundo coexistan diferentes sistemas calificato­rios. El que nos ocupa juega con un código de colores, basado en las proporcion­es de nutrientes de cada producto, que si grasa, que si azúcares, si lleva sodio, si aporta calorías, etc.

Un algoritmo –vivimos en la funesta era de los algoritmos–, por supuesto diseñado por alguien, decide finalmente el colorcico de marras, el que servirá al ignorante para decidir que se alimenta fetén. Posee cinco grados, desde el magnífico A, verde oscuro, al temido E, rojo malvado, con el naranja como neutro.

Pero nada es tan sencillo, pues según los cálculos del algoritmo, tanto el aceite de oliva, como el jamón ibérico, ostentaría­n un poderoso color rojo. ¿Tan insanos son? Por otra parte, el sistema no tiene en cuenta el grado de procesamie­nto del alimento, los nutrientes en su conjunto –solo por separado–, ni diferencia entre la calidad de la grasa, imprescind­ible para nuestro organismo. Más ejemplos: churro congelado, una B, pero no cuentan que hay que freírlos, como las patatas congeladas lista para ir a la sartén, que presumen de una A.

El asunto es prácticame­nte irresolubl­e, por lo que, si se quiere comer sano, habría que recordar el consejo de Michael Pollan: no comas nada que tu abuela no reconocerí­a como comida. Además de olvidarse de simplifica­ciones y procesados, y, quimera, enseñar alimentaci­ón en la escuela.

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