El Periódico Aragón

Hacia una orilla ahogada

- Labordeta

El humo de un barco les reveló el camino hacia la costa. Inexplicab­lemente. Y al pisar tierra firme no se preguntaro­n quién estaría dentro de ese barco y mucho menos la razón por la que ardía, tan cerca como se hallaba de tierra firme. Se fueron a dormir, sin hablar, y cansados de tanto remar al haber perdido la orientació­n y echarse la noche encima. Ellos eran jóvenes y sanos y no podían morir de esa manera. De esa manera no. Y por eso, y en silencio, trabajaron para intentar alcanzar la costa en un anochecer de mar revuelta y negra, hasta que las llamaradas de un barco, ignoraban si grande o pequeño, les reveló el camino hacia casa. Remaron con brío y con mucho valor y cuando pasaron cerca del barco en llamas ninguno de ellos pensó que quizá alguna persona allí dentro podía precisar ayuda. Ellos eran jóvenes y sanos y no podían perder un segundo, porque la mar cada vez estaba más embravecid­a y la costa ahora se vislumbrab­a tan cerca que no había tiempo que perder.

La noche se impuso definitiva­mente y se tragó todas las visiones, incluida la de aquel barco en llamas. El amanecer llegó, era rosa y tenía trenzas azules en cada uno de sus puntos cardinales, y la vida del pueblo comenzó y lo hizo con absoluta normalidad: se abrieron las tiendas, las tascas, la escuela y en el puerto una muchacha de unos 16 años preguntaba por su padre y a todo aquel que se encontraba le decía: «Salió ayer con el barco y no ha vuelto. ¿Alguno lo habéis visto?». Nadie sabía nada; nadie había visto nada.

Los muchachos amaneciero­n a eso de las doce y al mirar por la ventana vieron que el día era precioso y que la mar estaba en calma. Ninguno de ellos hizo referencia a lo ocurrido la noche anterior y mucho menos al barco en llamas. Había que desayunar, eso era lo importante; entraron en una de las tascas que había cerca del puerto y pidieron café y algo de comer. La televisión estaba encendida, pero ellos no la miraban ni escuchaban, porque ellos, que se entendían audaces, solo querían luz y claridad. La muchacha que preguntaba por su padre a todo aquel que veía, se acercó hasta los muchachos y les dijo: «Mi padre salió ayer con su barco y no ha vuelto. Sé que ayer alquilaste­is un barquito para recorrer la costa. ¿Visteis algo?». Los muchachos dijeron que no. Ellos no eran culpables, no prendieron fuego al barco y no habían cometido delito alguno. Al acabar de desayunar ni siquiera recordaban las llamas, quizá nunca existieron, sí el miedo que les impulsó a avanzar sin saber qué quedaba atrás y les hizo comprender que el alma humana es un pozo cruel y viscoso donde se ocultan todos los pecados.

La noche se impuso definitiva­mente y se tragó todas las visiones, incluida la de aquel barco en llamas

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